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69 SOLEDADES


69 SOLEDADES. Por El Abuelo.

                  
                            El sol hoy parece haberse escondido en una cueva, pensó para sus adentros Rafael. Mal día para salir a la calle, farfulló para sí mientras se retiraba de la ventana con pasos cortos y apoyándose sobre su vieja cachava de madera de roble envejecido. Acercándose hasta la vieja chimenea de ladrillo de barro cocido de color rojizo, tomó del suelo un viejo taco de madera y lo arrojó al fuego, arrancándoles a las tenues llamas un chisporroteo de vida. El fuego, abrazándose al taco de madera, pareció cobrar intensidad y Rafael acercó sus temblorosas manos a las llamas para, de ese modo, robarles algo de calor con el que poder templar sus fríos dedos.
                            Después, siempre con pasos cortos y cansados, se acercó hasta la vieja mesa de roble, cubierta con un viejo mantel a cuadros rojos, de colores ya gastados por los años, y que presidía la pequeña cocina en la cual él hacía su vida en los duros inviernos. Sentándose en el pequeño y también viejo taburete de madera de pino, tomó entre sus manos la torta de pan y, ayudándose de un gastado cuchillo de cocina, de mango remendado con un trozo descolorido de cinta adhesiva negra, cortó un pequeño trozo de pan y se lo metió en la boca con ayuda de sus temblorosos dedos.
                            Masticó el trozo de pan pausadamente, sin prisas, degustando con tranquilidad su sabor. Cogió la jarra de barro cocido donde guardaba el vino tinto y echó un trago para ayudar a pasar el  trozo de pan. La tos hizo acto de presencia y Rafael vió como era interrumpida su comida por el molesto coscojo, producto de la no menos molesta tos. Tras un par de carraspeos más, se aclaró la garganta con un nuevo trago de vino, que esta vez le supo más a gloria que de costumbre.
                            Mirando nuevamente a través de la ventana, pues la mesa quedaba justo frente a ella, Rafael vió que seguía lloviendo y dejó divagar a su mente libremente...  Y comenzó a recordar otros tiempos, ya casi perdidos en su memoria, en los cuales el clima le traía sin cuidado... Recordó aquellos días en los que se subía hasta lo alto de la montaña, simplemente para disfrutar de las preciosas vista del valle, que la montaña ofrecía a cuantos gustasen de coronarla. Recordó los baños en el río al atardecer, bañando su cuerpo no solo con las refrescantes aguas del río, sino también con los cálidos rayos de sol del atardecer.
                            Recordó a los viejos amigos de armas, muertos todos a causa de la guerra. Recordó las fiestas del pueblo vecino, a las cuales él solía acudir con sus amigos... Y, sobretodo, la recuerda a ella, a su querida Irene, la que fuera su esposa hasta hace seis años...
                            Irene ya no está. Murió a causa de unas fiebres contraídas en el invierno. Dicen los lugareños que, si el invierno no te mata en la montaña, lo hará el aburrimiento y, sino, nada lo hará... Pues a Irene la mató el invierno.
                            Cada vez que la recuerda, a Rafael se le hace un nudo en el estómago y la tristeza se le agarra al corazón. Irene era su mejor razón para desafiar al tiempo. La mejor carta de su baraja para ganarle a la vida todos los momentos de felicidad que quisieran. La torre que coronaba su castillo. La bandera por la que batallar orgulloso allá donde fuese.  La única patria por la que dejar la vida. La libertad que rodeaba su mundo... Irene lo era todo para él.
                            Recuerda cómo la pidió en matrimonio justo el mismo día en que la conoció. Ella, por supuesto, rió la alocada ocurrencia de aquel jovenzuelo descarado y desaliñado, pero, no por ello dejó de agradarle tamaño gesto de cortesía hacia su persona. Con los días, nació una gran amistad entre los dos, una amistad que, como suele ocurrir en muchos de los casos, dio paso, meses más tarde, al amor, un amor puro y profundo como nunca antes nadie vió por esas tierras.
                            Del noviazgo pasaron, dos años después, al matrimonio, con una dicha en sus miradas que hasta los más grandes reyes y príncipes del mundo entero sentirían envidia de tal felicidad. A los dos años después llegó a sus vidas el primero de sus hijos, de los tres que habrían de llegar. Por desgracia para ellos, todos ellos murieron jóvenes, a causa de la guerra. Rafael trató de mitigar, en la medida de lo posible, el dolor de su mujer ante la pérdida de sus hijos, pero el pobre hombre poco pudo hacer para ayudar a su esposa, que, rota por el dolor, se fue apagando poco a poco, como se va apagando la llama de una cerilla en una habitación a oscuras.
                            Y, al final, entre la tristeza que la acompañaba a todas partes como una mortecina niñera, y el riguroso invierno que se arrastró por aquellas tierras aquel año, Irene enfermó. Tras unos meses de convalecencia, sucumbió ante la enfermedad y dejó solo al desconsolado Rafael que, a partir de entonces, se limitó a ver pasar los días asomado al cristal de su ventana, tal vez esperando ver pasar a Irene para, cogidos de la mano, irse  juntos a lo alto de la montaña y, desde allí, poder contemplar la grandeza del valle que ahora es su prisión.
                            Volvió a mirar a través  de la ventana, seguía lloviendo. Algún día pasará, se dijo para sus adentros... Algún día vendrá Irene a buscarme y nos iremos  juntos a la montaña... Cerró los ojos y se fue durmiendo poco a poco, arropado por el suave calorcillo de la lumbre.

-FIN-

2 comentarios:

  1. Tanto tiempo sin visitar esta página...
    Nunca hubiera imaginado que el tiempo mientras pasa se nos escapa cada vez más.
    Me gustó esta historia, me gusta cuan bien describes los mundos que creas.
    :D

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  2. Me alegra ver que te gusta, pero no es de mis mejores textos; lo escribí hace años (nueve, para ser exactos) y aún estaba muy verde en lo de la escritura (y lo sigo estando XD).
    Pero se agradece el comentario, así todo.
    Un saludo.

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