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VANCE, EL CAZADOR (CAP. 7)


7 – DOLOR

                   El corazón del señor Anderson, castigado por la edad y la tensión acumulada de los últimos días, no soportó tanta presión y dijo basta. Ni el esfuerzo de Vance por reanimarle primero, ni el de los sanitarios de la ambulancia después, sirvió de nada. Minutos más tarde, el señor Anderson yacía sin vida sobre la camilla de la ambulancia, camino del hospital.
                  Durante las horas siguientes, Vance, June y su madre montaron guardia junto a la caja donde reposaba el cuerpo de su padre, que el hospital había dispuesto en una de las salas del tanatorio.
          June lloraba intentando contener sus lágrimas, pero su madre no. Su madre permanecía en silencio junto al cuerpo frío e inerte del que hasta entonces fuera su marido. Sus ojos lo decían todo por ella. El brillo apagado de su mirada daba a entender, a todas luces, que buena parte de su vida se iba dentro de aquella caja. Al ver a su madre, Vance se sorprendió a si mismo intentando encontrar en su interior algún tipo de emoción que pudiera exteriorizar para darle sentido a ese momento de su vida.
                   Con aire melancólico observaba la ciudad a través del cristal de la ventana de la habitación en la cual se hallaban. Le extrañó no sentir tristeza, rabia o, cuando menos, un atisbo de dolor ante la pérdida de su padre. Indagó en lo más profundo de su persona en busca de algo y no lo halló. Nada. No encontró nada y eso le asustó. ¿Es que no había nada en su interior? ¿Solo vacío?
          Se maldijo a sí mismo por su frialdad y por aquella ausencia de sentimientos. ¿No debía acaso llorar? ¿No debía, como buen hijo que se suponía que era, mostrar su dolor por la pérdida de su padre? Entonces, ¿por qué no podía llorar? ¿Dónde estaban sus lágrimas? ¿Dónde estaba su dolor? ¿Tan distante y frío se había vuelto en sus emociones?
                   No, no era eso. Vance sentía el dolor, la pena y la desazón que le oprimían el pecho y le estrujaban el corazón. Lo sentía muy adentro, pero no era capaz de canalizar esas emociones de manera tan evidente y práctica como lo hacían su madre o su hermana. Él, a lo largo de su vida como asesino, había aprendido a acallar todas esas emociones y a encerrarlas en un rincón de su alma, allí donde no le estorbaran para llevar a cabo su trabajo. Pero las notaba, sabía muy bien que estaban ahí, dentro de él, latiendo débilmente, esperando a que, un día cualquiera, Vance las dejara salir, sin saber que él, como buen profesional que era, no lo permitiría nunca. Y era, en ocasiónes como aquella, cuando Vance se odiaba con  todas sus fuerzas por su frialdad.
- Voy un rato fuera – Vance apoyó la mano en el hombro de su madre cuando le habló en un leve susurro para no importunarla demasiado.
                   Su madre no dijo nada. Apenas asintió, por lo que Vance dudó de si le había escuchado o no. Salió de la habitación y cruzó por el pasillo, hacia la salida, esquivando por el camino a las personas que lo transitaban, todas ellas de miradas taciturnas y rostros grises. Salió a la calle y aspiró profundamente una buena bocanada de aire fresco. Se apoyó contra una columna y rebuscó en el bolsillo interior de su cazadora en busca del tabaco. Cuando lo encontró, abrió la cajetilla y extrajo un cigarro de su interior. Se llevó el pitillo a la boca y guardó la caja de nuevo en el bolsillo. Acto seguido, registró su cuerpo en busca de una cerilla o un mechero, sin encontrarlo. Maldijo su suerte. Ahora, más que nunca, necesitaba fumarse aquel cigarro.
- ¿Fuego, señor Anderson?
                   La voz le cogió por sorpresa. Un hombre algo mayor que él, mentón y nariz afilados, ojos glaucos, cabello castaño oscuro recogido en una pequeña cola de caballo, de cuerpo delgado, pero atlético y que vestía una gabardina color gris claro, sujetaba ante Vance un mechero encendido.
- Gracias – Vance dio un par de caladas al cigarro para encenderle con la llama que el extraño le tendía.
- No hay de qué. ¿Un mal día?
- Ajá – respondió Vance con voz queda.
- ¿Alguna pérdida personal? – Se interesó el extraño quien, viendo que Vance no respondía, continuó hablando – Ya veo, lo siento. ¿Un ser querido?
- Mi padre.
- Oh, vaya… Mal asunto. ¿Cómo fue? Digo, si no es mucha indiscreción por mi parte, claro.
- El corazón – respondió Vance tras pensarse unos segundos si debía o no responder a la pregunta – Sufrió un ataque y no pudimos hacer nada por ayudarle.
- Lástima – el extraño chasqueó los labios – A mi jefe esto no le va a gustar nada. Vaya que no. Digo.
                   A Vance aquella afirmación le cogió nuevamente por sorpresa, dado que, ni conocía a aquel extraño, ni sabía tampoco de qué conocía su jefe a su padre.
- ¿Quién es usted? – le preguntó guardando las distancias.
- Tranquilo – le calmó el extraño – No es necesario que se alarme, digo. Créame que comprendo su dolor, amigo…
- No soy su amigo – le corrigió en el acto Vance, dándole un tono seco y cortante a sus palabras – Y dudo mucho que en el futuro vayamos a serlo.
- Está bien. Está bien – el hombre alzó ambas manos en señal de asentimiento – No hace falta ponernos en tensión. Como le decía antes, comprendo muy bien su dolor y sé que este no es el momento oportuno, pero mi jefe quiere hablar con usted lo antes posible – el hombre extrajo del bolsillo frontal superior de su gabardina una tarjetita con una dirección inscrita en ella – Por favor, vaya allí cuanto antes y hable con él, ¿de acuerdo? Ah – el hombre le habló por última vez antes de irse – Por su bien, le recomiendo que no haga esperar a mi jefe, digo. Es solo un consejo. Adiós.
                   Vance observó cómo el hombre se subía a un coche, de color negro y con las lunas tintadas, que, extrañamente, le resultaba familiar. Ojeó detenidamente la dirección que venía en la tarjetita y tuvo la agobiante sensación de estar aprisionado por una mano invisible que se le enroscaba al cuello. Esa sensación le acompañó durante el resto del día.
CONTINÚA

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