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ZARKO DE MYZAR. CAPÍTULO 1


Capítulo 1 – Un encuentro fortuito.

         El desconocido viajero que atravesaba en esos momentos los extensos campos cubiertos de margaritas de Shanum no podría pasar desapercibido ni aunque quisiera. Era bastante alto, cuerpo musculoso, piel morena y curtida, facciones bien marcadas y su cabello, corto y rojo como el fuego, terminaba en una larga coletilla. De su ancha espalda colgaba una larga espada de hoja estrecha y mango largo con incrustaciones de topacios. No vestía más que un taparrabos de cuero curtido, un pequeño chaleco de piel curtida de león y unas sandalias de madera y cordaje de cuero. De su cuello pendía un colgante formado por tres pequeños colmillos de jabalí. En el antebrazo izquierdo llevaba un brazalete de cuero negro con unos extraños símbolos tallados en él y en su hombro derecho acarreaba un petate de piel de becerro curtida. Caminaba sin prisa, pero sin pausa.
         Se detuvo un instante para mirar al cielo y secarse el sudor de la frente. El sol se hallaba en el punto más alto y el calor, aunque no sofocante, empezaba a ser algo molesto en aquella tarde de primavera. Unas pocas nubes, de gran tamaño, cubrían el azul del cielo pero no así al sol, y Zarko, que así se llamaba el viajero, optó por refrescar su garganta con un poco de agua del pequeño odre de cuero que guardaba dentro del petate. El agua le supo a gloria y, tras secarse los labios con el dorso de su mano, guardó el odre en el petate y continuó su marcha. A lo lejos, observando el camino que había dejado atrás, divisó una pequeña nube de polvo que parecía moverse. Se trataba de jinetes.
         Eran dos jinetes. Montaban sobre güarkos, animales bípedos mezcla de saurios y caballos, y parecían tener algo de prisa, a juzgar por cómo espoleaban a sus monturas. Zarko se apartó un poco a un lado del camino para no entorpecer el paso de los dos jinetes, pero el camino era demasiado estrecho y los jinetes tuvieron que aminorar su marcha al pasar junto a él. De este modo, Zarko pudo observar con detenimiento a los dos jinetes. Uno de ellos, el que iba detrás, era bastante joven. Tenía el cuerpo bien formado y parecía poseer una buena agilidad en sus movimientos. Sus cabellos eran rubios y su cara estaba teñida de pecas. El otro jinete, el que abría la marcha, era algo más mayor. Su bigote y cejas eran muy poblados. Sus facciones estaban muy marcadas y la piel de su cara, curtida, mostraba el paso del tiempo. Era bastante robusto y, por su forma de montar, parecía pertenecer al ejército desde hacía ya muchos años. Ambos portaban espadas en sus cintos de cuero de hebillas gruesas y doradas.
El güarko que montaba el muchacho se encabritó y comenzó a dar saltos y zarpazos con sus pequeñas pero afiladas garras delanteras. Zarko agarró con fuerza las riendas del animal y lo tranquilizó.
- No deberías de espolearle con tanta dureza – aconsejó al joven – Tus espuelas le están marcando los flancos y le hacen daño.
- ¿Acaso te he pedido consejo, extranjero?
- ¡Fedhoram! – el compañero del muchacho recriminó a éste con dureza – Disculpa sus modales, extranjero. Su juventud no va a la par que su educación, me temo.
- No deberías ser tú quien se disculpe – respondió Zarko – Sino él.
- Venga ya – rió sarcástico el muchacho - ¿Quién eres tú para que yo te deba pleitesía? ¿Un rey acaso?
- Muchacho… – le contestó con serenidad Zarko – Si no tuvierais vosotros tanta prisa, ni yo estuviera tan cansado, con gusto te enseñaría algo de modales.
- ¿Tú y cuántos más? ¡Mírate! Pareces un borracho salido de una taberna sucia y maloliente.
- ¡Contén tu lenguaje, Fedhoram! – el hombre miró con gesto de contrariedad a Zarko – Como tú bien dices, tenemos mucha prisa. Te pido de nuevo disculpas por los modales de mi protegido.
- Que el gran Koyum os guarde en vuestro viaje – le dijo Zarko – A donde quiera que sea que os dirigís.
- Gracias. Lo mismo te deseo, extranjero. Vamos, Fedhoram.
         Los dos jinetes espolearon nuevamente a sus güarkos y se alejaron del lugar. Fedhoram, antes de marchar, dirigió una severa mirada de desprecio hacia Zarko, que prefirió ignorarle por completo. Unos metros más adelante, ambos jinetes desaparecieron tras una curva que el camino tomaba para perderse entre dos pequeños riscos elevados que lo bordeaban. Se oyó un grito y Zarko corrió presto para averiguar lo que ocurría.
         Los dos jinetes eran objeto de una emboscada. Cinco hombres les cerraban el paso. Cuatro de ellos iban a caballo y el quinto, situado sobre los riscos, apuntaba a Freyan y al muchacho con su arco. El güarko de Fedhoram yacía agonizando en el suelo con una flecha clavada en su flanco derecho. Fedhoram estaba atrapado bajo el animal, luchando por liberar sus piernas. Cuando vio lo que sucedía, Zarko reconoció enseguida la raza de los asaltantes.
- ¡Perros cobardes! – gritó desenvainando su larga espada – Atacáis cinco a un hombre y a un muchacho ¿y os decís hombres? Solo una banda de asquerosos Khirmanos podía ser capaz de algo tan sucio y rastrero. ¡Yo os enseñaré lo que es un verdadero guerrero!
         Y dicho esto, se lanzó al ataque sobre los desconcertados asaltantes.
         Con un poderoso mandoble circular logró derribar a uno de los cuatro jinetes, que cayó al suelo sangrando a chorros por su pecho. Ágil como una pantera, Zarko se hizo con la montura del hombre y atacó a otro de los bandidos. Le atravesó por un costado con su espada, y aprovechó el movimiento para robarle la daga que llevaba en el cinto antes de deshacerse de su cadáver. En lo alto del risco, el quinto de los bandidos apuntaba con su arco al desconocido guerrero, pero su flecha ni siquiera llegó a salir disparada, puesto que una daga, lanzada por éste mismo, se fue a clavar en su garganta.
         Mientras tanto, abajo, Freyan se encargaba de otro de los asaltantes. Con su espada paró varias de las estocadas lanzadas por su adversario y, en un descuido de éste, le atravesó el pecho de un tajazo. Al tiempo, Zarko se arrojaba desde su montura contra el cuarto de los jinetes, a quien, con la poderosa fuerza de sus desnudas manos, le rompió el cuello.
- ¡Por Koyum que eran una panda de nenazas! – rió Zarko arrojando al suelo a su víctima - ¿Estáis bien tú y el muchacho?
- Si – contestó Freyan – Te debemos la vida, forastero. Muchas gracias.
- Me llamo Zarko. ¿A dónde os dirigís?
- Al paso de Fiyendem. ¿Y tú?
- A ninguna parte en especial, donde me lleve el camino. ¿Puedo acompañaros?
- Para nosotros será un honor tenerte de compañero, Zarko. Me llamo Freyan. El muchacho se llama Fedhoram, como ya sabías.
- No le necesitamos, Freyan – Fedhoram habló con desdén no disimulado tras liberarse del güarko caído – Podemos apañárnoslas solos sin su ayuda.
- Por supuesto muchacho – sonrió irónico Zarko – Esos cinco truhanes dan buena fe de ello.
         Ante el sarcasmo del guerrero, Fedhoram desenvainó su espada y le apuntó al pecho.
- ¡Deja de reírte de mí o haré que lo lamentes!
- ¡Fedhoram! – le gritó Freyan airadamente - ¡Envaina ahora mismo esa espada, te lo ordeno!
- Hazle caso muchacho – la voz y la mirada de Zarko se agravaron – En otra parte y en otro momento, tu amenaza te habría salido muy cara.
- ¡Obedece ahora mismo muchacho!
         De mala gana, Fedhoram hizo caso a Freyan y envainó su espada. Después, subió a uno de los caballos de los bandidos y emprendió de nuevo la marcha.
- Discúlpale – se excusó nuevamente Freyan ante Zarko – Es demasiado arrogante para su corta edad.
- Ya lo veo – Zarko colocó su petate en la silla del caballo que había cogido y envainó su espada – Pero hazme caso. No le disculpes tanto y enséñale por las duras lo que no quiere aprender por las flojas. A veces es mejor pedir perdón por un tortazo que lamentar no haberlo hecho a tiempo.
         Los dos hombres no dijeron nada más. Espolearon a sus monturas y se reunieron a la par de Fedhoram, que, malhumorado aún como estaba, dibujó en su rostro un gesto de desagrado ante su llegada.
         Los tres jinetes llevaban un buen ritmo al galope. Trataban de no fatigar en exceso a sus monturas, pero el tiempo estaba en su contra. Según le había contado Freyan durante el camino, Zarko averiguó el motivo del viaje de éste junto con el muchacho.
         Según Freyan, una antigua leyenda de Haram, una gran villa al norte de la provincia de Egtos, un antiguo y oscuro hechicero, al que se le conocía como Denól, podría volver a renacer de entre las cenizas en pocos días, dispuesto a volver a imponer en toda la provincia su reinado de oscuridad y terror.
         Según la profecía, contada por las gentes de Haram de generación en generación, solo un hombre, nacido con una marca especial en su cuerpo, y durante una noche de eclipse lunar, podría dar muerte a tan oscuro y retorcido ser. El elegido, según la leyenda, deberá usar el Amuleto de Isnha, un medallón con grandes poderes mágicos que, según la leyenda también, fue entregado por la propia diosa Isnha para poder encerrar nuevamente al hechicero.
- ¡Por Koyum, qué historia más fascinante! – exclamó alegremente Zarko al oír la historia contada por Freyan - ¡Debes dejar que os acompañe en esta empresa, Freyan! ¡Por la oscura Asanty! ¡Te pagaré si es necesario para que me dejéis acompañaros!
         Freyan rió de buena gana ante el ofrecimiento de Zarko y no quiso negarle tal deseo, pero el semblante del joven Fedhoram decía todo lo contrario. No obstante, no dijo nada en contra y el trío continuó su camino. A los pocos minutos, Zarko comenzó a recitar en voz alta la estrofa de un antiguo verso.
                           «Cantad odas a vuestras amadas.
                            Cantad y no desesperéis más.
                            Si no podéis empuñar las espadas,
                            empuñad los escudos sin más.»
- Grandes palabras esas – apuntó Freyan - ¿Quién las escribió?
- Son unos versos que me enseñó mi amigo, el bardo Azarinus, de la provincia sureña de Kunyan – le explicó Zarko – Un gran tipo ese Azarinus, pero algo torpe con las armas. Deberías conocerle, te caería bien.
- No lo pongo en duda – rió Freyan – También se necesitan a hombres que sean, con sus plumas, igual de hábiles que los mejores guerreros con sus espadas, de lo contrario, ¿quién se acordará de nosotros una vez hayamos muerto y nuestros huesos se hayan resecado?
- Las estrellas, amigo Freyan. Las estrellas – apuntilló sonriente Zarko. Y los dos rieron de buena gana.
CONTINÚA

AL AZAR


                   Al azar

                   Y al azar juego con mis cartas contra la vida.
Y lanzo un órdago con todo descaro.
                   Y la vida me ve el envite y se ríe en mi jeta.
                   Y me enseña su full de reyes.
Y me los arroja a la cara.
                   Y se levanta de la silla y se aleja.
                   Danzando. Riendo. Canturreando.
Llevándose con ella todas mis riquezas.
Al azar juego una nueva mano.
Y le oculto mi as en la manga.
Más la vida me la juega de nuevo.
Y se burla de éste pobre incauto.
Que no sabe jugar sus cartas.
Que pierde una y otra vez.
Y se hunde en la desesperación.
Al azar trato de jugarle una vez más.
Pero la vida ya no quiere jugar.
Se levanta de la silla con aire altivo.
Y arroja sus cartas sobre la mesa.
Y se va con todas mis riquezas.
Danzando. Riendo. Canturreando
Al azar cargo una bala y giro el tambor.
Y coloco el cañón sobre mi sien.
Al azar cierro los ojos y aprieto el gatillo…
                   Y, al azar, acierto, por una vez.

BLANCO


                              Blanco


                   Llevo toda la noche buscando.
Y no te encuentro.
                   ¿Dónde andas?
                   He mirado por todas partes.
Y no te veo.
                   ¿Dónde te metes?
                   Blanco.
                   Todo es blanco.
                   A mi alrededor sólo hay blanco.
                   Blanco. Blanco. Blanco.
                   El blanco me ahoga, me atosiga y me acongoja.
                   Me hace mirar en todas partes, indeciso y nervioso.
Y doy paseos de un lado a otro.
Y me siento.
Y me levanto.
Y me vuelvo a sentar.
Me muerdo las uñas y escupo los trozos.
                   Saco un pañuelo y me sueno los mocos.
                   Abro un refresco y le doy un sorbo.
Blanco. Blanco. Blanco.
Todo es blanco.
                   Y te sigo buscando.
                   Y la pereza se sube a mi espalda.
                   Y lee por encima de mi hombro.
                   Mas la hoja sigue en blanco.
                   Harto de todo, grito a los vientos.
Y lo mando todo al carajo.
Inspiración. ¿Dónde coño andas?
                   Tú callas y me devuelves silencio.
                   Y aquí todo sigue siendo blanco.
Blanco.
                   Todo blanco.

ZARKO DE MYZAR. PRÓLOGO


- PRÓLOGO -

                La noche, aciaga como ninguna, envolvía al viejo torreón con su negro manto de lluvia y frío viento. La lluvia golpeaba furiosa contra el viejo torreón y el viento aullaba al colarse entre los resquicios de sus viejos muros de piedra. El extraño, cansado del largo viaje que soportaba ya sobre sus huesos, subía lentamente los angostos peldaños de fría piedra de la empinada y larga escalinata. Maldecía al dueño del torreón por tener que escalar aquella escalera. Pero no había más remedio que hacerlo. Había mucho en juego aquella noche.
         Al llegar al último escalón, el viajero tomó aire y trató de recuperar sus fuerzas. Miró hacia abajo y, viendo la enorme altura a la que se hallaba, volvió a maldecir para sus adentros. Hacía años ya que el dueño del torreón decidió venirse aquí para disfrutar de un retiro bien merecido. Pudiendo escoger otros lugares algo más apacibles para su retiro, el anciano decidió que ese viejo torreón sería el lugar perfecto para perderse de vista y dedicarse a sus hobbies preferidos, el estudio de las artes arcanas y la recopilación de la historia de las antiguas razas que poblaron Æfhrem, el antiguo continente del sur.
         Al detenerse ante la vieja puerta de madera de nogal, ya envejecida y agrietada por el inexorable paso de los años, el viajero observó que por el resquicio de la misma se colaba una tenue luz amarillenta proveniente de alguna lámpara de aceite. Golpeó con los nudillos desnudos de una de sus manos sin esperar recibir respuesta alguna por parte del anciano. Éste, solitario y reservado como ningún otro, no era amigo de la compañía humana. Trataba, en la medida de lo posible, de evitar todo tipo de contacto con sus congéneres humanos. Habiendo recorrido mucho mundo y, por ende, habiendo visto ya muchas tierras y gentes, hacía ya décadas que había descubierto lo banales y fútiles que le resultaban las personas.
         La vieja puerta se entreabrió sin que nadie la tocara o empujase y el viajero pudo vislumbrar el interior de la estancia. La habitación, pese a la apariencia exterior del torreón, era bastante amplia. Era circular, al igual que el torreón, y su pared estaba forrada por antiguas estanterías y estantes de vieja madera de caoba, pino y nogal. En las estanterías y estantes reposaban toda clase de mugrientos libros, pergaminos, y papiros escritos en dialectos tan antiguos como el mismo mundo. Varias velas esparcidas por la estancia la iluminaban escuetamente, pero, todo sea dicho, aquella era toda la luz que los ojos del anciano necesitaban para entregarse a sus quehaceres diarios. Una pequeña y vieja chimenea de ladrillos de adobe proporcionaba a la estancia el calor necesario para pernoctar en ella sin notar apenas la dureza de la humedad del torreón. El viajero observó finalmente al anciano. Se hallaba sentado frente a una enorme mesa de caoba, tan vieja como la habitación misma y el mismo anciano juntos. Sus viejas y algo temblorosas manos sostenían una pluma de ánade utilizada para escribir sobre el viejo pergamino en el cual estaba ocupado en ese momento. El viajero, sin querer incomodar con su presencia al anciano, carraspeó para hacerse notar por éste. Tras unos segundos, que al viajero le parecieron eternos, el anciano alzó la vista hacia el viajero. Sus oscuros ojos, color almendra, le escrutaron de arriba abajo cuidadosamente.
- Pareces cansado – su voz era áspera y apagada – Toma asiento, por favor.
         El viajero aceptó el ofrecimiento del anciano y se sentó en una vieja silla de madera situada frente a la mesa.
- En seguida acabo –le informó el anciano.
         Tras escribir unas líneas más, el anciano depositó la pluma sobre la mesa y juntó sus manos entrelazando los dedos.
- Y bien, Freyan – habló nuevamente con su voz áspera y apagada - ¿Qué noticias me traes del este?
- No son nada halagüeñas, Ambrosius – el viajero, Freyan, pasó a relatarle los motivos de su visita – Los sabios del cónclave de Gur-Nagur dicen haber visto ya dos de las tres señales.
- ¿Está ya listo el elegido?
- No, ese es el problema, señor – Freyan miró airadamente al techo – Fedhoram aún no está preparado.
- Cinco años, Freyan – Ambrosius carraspeó de mala gana y se rascó la arrugada frente nerviosamente – Cinco años para prepararle y ahora, cuando más nos es necesario, me dices que el elegido aún no está listo. ¿En qué diablos están pensando esos malditos sabios? – Escupió la palabra sabios como si fuera veneno puro - ¿Acaso no se dan cuenta de lo que está en juego?
- Creedme, señor – Freyan agachó un poco la mirada – No es culpa de ellos. El elegido es demasiado obstinado e impulsivo. No atiende a razones que no sean las suyas y apenas se deja instruir por sus maestros en las distintas artes de la lucha. Es arrogante, mezquino, algo estúpido y carece de carisma alguno.
- ¡Maldita sea, Freyan! – Ambrosius golpeó furioso la mesa - ¡No me interesan para nada sus defectos! ¿Está listo o no está listo el elegido?
- No – Freyan contestó apagadamente y sin atreverse a mirar a la cara a Ambrosius – Necesitaríamos un milagro para ganar en la batalla que está por llegar.
- ¿Milagro? – Ambrosius escupió la palabra - No creo en milagros, Freyan, sino en hechos. ¡Hechos!
         El anciano abandonó su asiento y comenzó a pasearse nerviosamente por la estancia, con las manos a la espalda. De cuando en cuando, se detenía unos segundos, cavilaba algo incoherente para sus adentros, y volvía a pasearse de uno a otro lado de la habitación. Al final, se detuvo frente la chimenea y colocó sus entumecidas manos ante el calor de las llamas, que bailoteaban una imaginaria danza.
- Está bien. Pensemos en algo… - Frotó las manos para facilitar así el que entraran en calor lo antes posible - ¿Cuánto tardarías en ir a Gur-Nagur y luego en llegar hasta el paso de Fiyendem?
- … Dos días y medio, quizás. Tal vez solo dos. ¿Por qué?
- Aún tendríamos una pequeña oportunidad de enmendar el error de esos patanes.
         Ambrosius tomó asiento de nuevo y, cogiendo pluma y papel, garabateó algo nerviosamente. Cuando acabó de escribir, encerró el papel dentro de un sobre y, tras cerrarlo con su saliva, lo lacró estampando en él su sello personal, una media luna cruzada con un águila de alas abiertas. Tras lacrar el sobre se lo entregó a Freyan.
- Vuelve a Gur-Nagur – le indicó – Coge a Fedhoram y llévale al paso de Fiyendem. Allí os estará esperando una persona. Entrégale este sobre, deja a su cargo al elegido y vuelve solo a Gur-Nagur.
- ¿Cómo reconoceré a esa persona?
- Él te reconocerá a ti, no te preocupes por eso. Ahora vete. El tiempo corre en nuestra contra. ¡Corre!
         Freyan no hizo más preguntas. Se metió el sobre en el bolsillo interior de su capa y abandonó el torreón. Afuera, el viento y la lluvia seguían dominado la noche. En el torreón, Ambrosius rezaba porque no fuera demasiado tarde para enderezar un poco las cosas. Solo tenían tres semanas para prepararse. Y todo por culpa de esos ineptos del cónclave. ¡Malditos sean todos ellos!, pensó el anciano.
CONTINÚA

ZARKO DE MYZAR

          A partir del próximo lunes comenzaré a colgar los capítulos de una historia que dejé sin terminar (soy muy vago y muy dejado, lo siento). 
          La historia, muy al estilo de las aventuras de Conan de Robert E. Howard, narra las aventuras de Zarko de Myzar, un mercenario aventurero, que se cruza en el camino con dos personas, Freyan y su protegido, Fedhoram, un jóven que ha sido preparado para cumplir con un destino marcado de antemano por una antigua profecía. Espero que os guste.

(*) Colgaré a razón de un capítulo a la semana.


VANCE, EL CAZADOR (CAP. 9)


9 – CONSECUENCIAS

                   Claire Richardson está sentada sobre la cama de su dormitorio. No se mueve y sus ojos miran al vacío, pese a que hace escasos minutos haya abierto las puertas del armario en busca de ropa de color oscuro con la que vestirse de luto. En sus manos temblorosas, el cristal de un portarretratos detiene las lágrimas que se escapan de sus ojos. En el retrato aparece ella junto a su marido, muerto hace apenas dos días. A ambos se les ve felices en la foto, una felicidad que a la anciana señora Richardson se le va escapando con cada una de las lágrimas derramadas.
- ¿Mamá?
                   La voz de su hija June la saca de su aletargamiento y se seca apresuradamente las lágrimas con la yema de los dedos.
- ¿Te encuentras bien, mamá? – su hija entra en el cuarto y se sienta junto a ella, abrazándola para reconfortarla.
- Sí, hija. – Ella trata de sonreír, aunque su sonrisa no resulte muy convincente – Estoy bien. Es solo que este cuarto me parece ahora tan grande y tan vacío, que me siento como si fuera diminuta… - casi no puede terminar de hablar, pues las lágrimas ahogan su voz.
- Tienes que desahogarte, mamá – June la besa en las mejillas – Es bueno que lo dejes salir, mamá. Es bueno que lo saques fuera.
- No puedo creer que él ya no esté aquí, hija. – Su madre sigue llorando, pero se fuerza a sí misma para seguir hablando – Hace unos días estaba con nosotros. Se le veía con tanta vida que ahora… me cuesta creer que esté muerto. – madre e hija se funden en un abrazo mientras lloran juntas, tratando de mitigar el dolor que las consume por dentro en ese momento, un dolor que las acompañará por mucho tiempo. De pronto, un ruido de cristales rotos atrae su atención.
- ¿Qué ha sido eso? – la señora Richardson se sobresalta al escuchar el ruido.
- No lo sé, ha sonado como si se rompiera un cristal.
- Qué raro… Abajo no hay nadie.
- Iré a ver qué ha pasado. No te muevas de aquí, mamá. Ahora vuelvo.
- Vale hija, pero ten mucho cuidado.
                   June sale sigilosamente del cuarto de su madre y se encamina hacia las escaleras que llevan a la planta baja de la casa. Con cuidado de no hacer ruido, desciende por los escalones enmoquetados, agarrando suavemente con las manos el pasamano. Cuando llega al recibidor no ve a nadie, por  lo que decide mirar en la cocina. Al entrar en ella, en el suelo encuentra los restos de un vaso de cristal que se ha hecho añicos al caerse de una mesa situada junto a una pared. Extrañada ante este suceso, decide buscar un cepillo y un recogedor para limpiar los cascotes, pero al dar dos pasos, alguien la agarra súbitamente por detrás y le tapa la boca con una mano enguantada, ahogando de esta forma el grito de susto de la muchacha.
- Shisss… - el extraño sisea entre dientes al oído de June para no alzar demasiado la voz - ¿Está la señora Richardson en casa?
                   Ante la imposibilidad de poder articular palabra alguna, June asiente un par de veces, tratando, al mismo tiempo, de ver a su agresor por el rabillo del ojo.
- Bien. – El extraño la tiene bien sujeta por una de las muñecas mientras, con la otra mano, sigue tapándola la boca - ¿Y dónde tenemos a la señora, eh? – June mira hacia arriba con los ojos – Ah, ¿arriba? Bien, bien. Entonces, ¿qué tal si subimos y nos presentas, eh? Eh… - el extraño tira de June ligeramente hacia él para advertirla – Sin tonterías, guapa, o te juro que el dolor que sientes ahora en tu muñeca será una minucia comparado con lo que te haré en esa carita tan mona que tienes. ¿Estamos? – June asintió nuevamente y no opuso resistencia – Entonces vamos, indícame el camino.
                   Fuertemente sujeta por la espalda, June y su agresor  comienzan a subir por las escaleras. Sin embargo, en mitad del ascenso, June logra propinarle un taconazo en la espinilla a su asaltante, que la suelta dando un grito de dolor, momento que es aprovechado por la muchacha para escapar de su presa.
                   Cuando echa a correr para acabar de subir los pocos escalones que la quedan, el extraño logra agarrarla por uno de los pies y la hace caer al suelo. Medio aturdida por el golpe de la repentina caída, June se gira en el suelo y le da una patada en plena cara a su atacante, que le hace rodar escaleras abajo. Acto seguido, se pone en pie y echa a correr en dirección al cuarto de su madre, mientras, a su espalda, el asaltante jura y maldice en voz alta.
- ¿Qué ocurre, June? – Su madre se asusta al ver a su hija entrar sofocada al dormitorio y cerrar rápidamente la puerta- ¿Qué está pasando, hija?
- ¡Ayúdame, mamá! – June comienza a empujar contra la puerta el tocador de su madre - ¡Tenemos que evitar que abra la puerta!
- ¿Pero quién, hija? ¡No entiendo nada! – Su madre la ayuda, en la medida que sus fuerzas se lo permiten, a empujar el tocador contra la puerta - ¿Puedes explicarme qué es lo que está pasando?
- ¡Un ladrón, mamá, un ladrón! – June logra su propósito con el tocador, pero duda que eso sea de mucha ayuda – ¡Apóyate contra él, mamá! ¡Llamaré a Vance para que venga a ayudarnos!
                   Las dos mujeres empujan con sus cuerpos contra el mueble que atranca la puerta mientras June marca en su móvil el número de su hermano. Mientras espera a que éste descuelgue, el agresor ya ha llegado a la puerta y está empujándola desde el otro lado.
- ¡Zorra del demonio, te juro que te acordarás de mí! – Su voz se oye a través de la puerta mientras golpea fuertemente contra ella para abrirla - ¡Echaré abajo esta maldita puerta aunque me rompa los huesos! ¿Me has oído, zorra estúpida?
- ¡Vamos, Vance, coge el teléfono! – June lucha por mantener el tocador contra la puerta, pero sabe que, tarde o temprano, el hombre acabará por ganarles la batalla a ella y a su madre.
- ¡Abrid la puerta, desgraciadas! ¡Abridla o será mucho peor para vosotras, os lo juro!
- ¿Diga? – la voz de Vance sonó al otro lado del auricular.
- ¡Vance, ayúdanos! – June grita a su hermano casi sin darle tiempo a responder - ¡Hay un hombre en casa y quiere hacernos daño! ¡Ayúdanos, por favor!
                   De súbito, el sonido de un disparo hizo gritar a ambas mujeres. El atacante estaba disparando contra la puerta para destrozarla a tiros.
- ¡¡¡Vance!!!
- ¡¡¡Aguantad, ya estoy cerca!!!
                   Tras escuchar más ruidos de golpes y otro disparo, la conexión se corta de golpe.
- ¡¡¡June, June!!!
CONTINÚA

ORDENAODR REPARADO

Bueno, pues que ya reparé el ordenador. A ver si me pongo estos días con la historia de Vance para continuar con ella.