El samurai y la niña
Los
pétalos caídos de las flores de los cerezos que crecían por la zona cubrían el
suelo con un tupido manto blanco que la niña, divertida, pisoteaba correteando
de un lado para otro mientras cantaba una alegre canción enseñada tiempo atrás
por su madre.
La
niña daba vueltas y vueltas entre los árboles y, de cuando en cuando, algunas
volteretas por el suelo. Fue en una de esas volteretas cuando le vio llegar.
Era un samurai.
Vestía
un ancho kimono en tonos grises apagados, ya gastado y roto por varios sitios.
Llevaba el pelo largo recogido en una coleta. Calzaba sandalias desgastadas de
madera atadas con toscas cintas de cuero y de su cinto colgaba una katana
envainada. Caminaba con paso lento, sin prisa por llegar a ninguna parte, pero
también sin pausa, con la vista clavada en el suelo. Un sombrero ancho de paja
cubría su cabeza de los rayos del sol otoñal.
La
niña se quedó mirándole con ojos llenos de curiosidad. Ya antes había visto a
extraños cruzando por el camino, pero por alguna extraña razón, aquél en
particular le había llamado la atención. Se levantó de un salto del suelo y
corrió junto al hombre.
— Hola —Le saludó alegremente poniéndose a su lado—. ¿Eres
un samurai?
— Sí —respondió escuetamente el hombre sin detenerse a
mirarla.
— Vaya... —La niña pareció sorprendida de conocer a un
samurai en persona—. ¿Y esa espada es tuya?
El
hombre la miró de reojo durante un par de segundos para, acto seguido, desviar
nuevamente la mirada sin responder a la pregunta.
— ¿Es tuya? —insistió la pequeña.
— Sí —respondió al fin el samurai con desgana.
— Ah —La niña pareció contentarse con la escueta
respuesta—. ¿Puedo verla?
— No.
— Vaya.
Ambos
continuaron juntos por el camino, el samurai con la vista clavada en el suelo y
la niña observándole con ojos llenos de curiosidad.
— Oye, ¿has luchado contra alguien? —El samurai ignoró la
nueva pregunta— Vaya, eres poco hablador, ¿lo sabías? Al menos podías
responder, ¿no?
El
hombre se detuvo, respiró hondamente y soltó el aire con resignación. Luego se
volvió despacio hacia la sorprendida niña.
— Sí, he luchado contra otros —respondió con voz serena.
— ¿Y has matado alguna vez a alguien? —preguntó la niña
con mirada inocente.
El
samurai no respondió. Se dio la vuelta y siguió su camino, alejándose de la
niña que lo vio marchar con paso lento. Cuando el samurai comenzó a subir por
una loma, la niña le lanzó una última pregunta.
— ¿Eso es un sí, o un no?
El
samurai no dijo nada, se limitó a levantar la mano derecha y despedirse de ella
con un saludo. En su costado izquierdo apareció, justo en ese momento, una mancha
carmesí atravesando la tela del kimono. Se llevó la mano a la venda que cubría
la herida de su torso y maldijo su suerte.
Cuando
bajó la loma, lejos ya de la vista de la niña, el samurai se desplomó en el suelo
como un muñeco roto mientras la mancha carmesí de su kimono iba creciendo cada
vez más. Miró al cielo, sonrió y cerró los ojos. Una cálida brisa otoñal se
llevó su último aliento de vida.
FIN
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