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Orco


Orco

                   Guran llevaba corriendo ya más de medio día, atravesando el bosque de Myrath Dam con zancadas largas y veloces. Estaba cansado, pero no podía parar. Aún podía escuchar, a lo lejos, las cornetas de los humanos y los aullidos de la jauría de perros de caza que lo acosaban.
Su mala suerte había comenzado entrada la primera luz del alba. Karog-He, jefe de la aldea orca en la que Guran vivía, pensó que sería una buena idea enviar a una partida de orcos a las afueras del bosque en busca de alguna patrulla humana. Una mala idea pensó él, pero peor idea fue la de escogerle también para formar parte de dicha partida.
                   Salieron de la aldea entrada ya la mañana, a paso ligero y sin descanso. La comitiva la abría Egoh’n Me’s, un orco algo valentón y vanidoso al que Guran no le tenía mucha simpatía. Tres orcos jóvenes más conformaban el resto del grupo, siendo Teg Fad el más joven.
                   Guran hubiera preferido no tenerlo en el grupo. Bastante era tener que acatar las órdenes del vanidoso de Egoh’n como para, encima, tener también que aguantar a Teg, el orco más tonto de la aldea.
                   Como fuera, el grupo atravesó a paso ligero el frondoso bosque de Usun. Al llegar a un pequeño risco elevado al descubierto pudieron divisar una pequeña columna de humo que salía de una zona del bosque y ascendía hasta el cielo. Una fogata, pensaron enseguida todos. Y, donde hay un fuego, casi siempre hay humanos cerca de él, pensaron también. Todos, excepto Teg.
                   Sí, ese era el mayor defecto de Teg; que, además de ser tonto, siempre contradecía lo que los demás pensaban. Por ese motivo, Teg le pidió a su líder que tuvieran más precaución, pues la fogata bien podría ser cosa de los elfos del bosque, o de otra aldea orca vecina.
— ¿Tú idiota? —preguntó enojado Egoh’n— Elfos del bosque no queman bosque y no haber aldeas orcas por aquí. Fuego ser de humanos. Nosotros bajar allí, machacar cabezas y regresar a aldea con trofeos para jefe. ¡No discutir!
                   Y así empezó a ir todo de mal en peor.
                   Al llegar al lugar en donde se suponía que estaba el fuego de los humanos, vieron el fuego, pero no así a los humanos. En su lugar encontraron a otro pequeño grupo de orcos. Cinco jóvenes, todos ellos pensó Guran, con pinta de ser más tontos aún que Teg.
                   Tras los pertinentes saludos entre ambos líderes, consistentes en un par de cabezazos bien dados, comenzaron las oportunas presentaciones. Éstas se vieron interrumpidas al presentar el líder del otro bando a uno de sus subordinados. Éste último cayó fulminado por una flecha que tuvo la poca delicadeza de incrustarse en su entrecejo sin siquiera pedir permiso.
                   El asunto estaba demasiado claro. Humanos, y, por la lluvia de flechas que siguió a la primera, pensó Guran, era un grupo muy numeroso.
                   Así pues, sin pensárselo dos veces, agarró su maza y echó a correr a través del bosque. Ya pensaría después en alguna excusa para darle al jefe de la aldea. Todo eso, claro está, si salía con vida de aquella.
                   En un momento de respiro, aprovechó para coger aire y tratar de situarse en el terreno en el que se hallaba. Guran pudo comprobar, para su sorpresa, que se había alejado mucho en dirección contraria a su aldea, a causa del desconcierto producido por el repentino ataque de los humanos.
                   Estaba lejos, sí, pero en absoluto perdido, pues conocía la zona en la que se hallaba. Era el bosque de Myrath Dam. Si quería salir de él y llegar al bosque de Usun, le bastaría con ir siempre en dirección sur, bordeando el lugar.
                   Y esa era su actual situación. Corría sin parar, con el sonido a lo lejos de las cornetas de los humanos y los ladridos de los perros. Si tenía suerte, pensaba para sus adentros, les dejaría atrás un par de kilómetros más adelante, cuando lograse alcanzar la orilla sur del lago Mhyt.
                   Cuando por fin alcanzó el lago, Guran dejó caer su maza al suelo y posando las manos sobre las rodillas, cogió aire para recuperar el aliento. Algo le llamó la atención a su derecha. Un movimiento leve, casi furtivo. Guran miró hacia ese lado y la vio. Era una niña humana, de apenas ocho veranos de edad.
— Hola —Le saludó ésta con mirada inocente y curiosa.
                   Guran recuperó su maza del suelo y apuntó amenazador a la niña, que le tendió una flor con una de sus manitas.
— ¿Quieres una? —Le preguntó risueña.
                   El orco olisqueó la flor que la chiquilla le mostraba, entre confuso y receloso; luego miró a un lado y después al otro. Al final, viendo que estaban solos, sonrió de oreja a oreja.
                   Una hora más tarde, Guran había dejado atrás ya a sus perseguidores, gracias a la ayuda del lago. Caminó varios centenares de metros por el agua, bordeándolo, antes de salir a terreno seco, para así ocultar su olor a los perros. Llegó fácilmente al bosque Usun y, desde allí, encontrar el camino de vuelta a la aldea fue cosa bien sencilla.
                   Sonrió una vez más al pensar en la cara que pondría el jefe de la aldea, Karog-He, al ver el “regalo” que le llevaba. Guran palmeó contento y orgulloso el cuerpo inerte de la niña, que colgaba sobre su hombro derecho y en cuya cabeza podía apreciarse una pequeña brecha. Hoy harían para cenar una suculenta sopa de niña humana.

-FIN-

Ysembus

Ysembus

                   Aquella mañana, en la aldea de Ghu, el gran jefe Adhlum mantenía una importante reunión con el sumo sacerdote Ysembus, los ojos y la voz de los dioses, en la cabaña del segundo.
— ¿Y bien?
                   Ysembus giró una vez más su bola de cristal y escrutó a través del vidrio faceteado, que le devolvió su reflejo en cientos de copias distorsionadas. Como sumo sacerdote de la aldea que era, acometía la rutinaria labor de atender a las consultas de sus congéneres, tarea ésta que, en ocasiones, le resultaba un tanto tediosa. La de hoy era una de esas veces, y su desgana se veía acrecentada al ser el gran Adhlum, el propio jefe de la aldea, su consultor.
— Nada ven mis ojos, oh, gran Adhlum —sentenció al fin.
— ¿Nada? —espetó con enfado el aludido— ¿Acaso me niegan los dioses su favor?
— Su silencio no significa que nos nieguen su favor, gran Adhlum —afirmó Ysembus.
— ¿Ah, no? ¿Y qué significa entonces? ¡Dímelo!
— Quizás que tu pregunta no ha sido correctamente planteada, gran señor.
— ¡Tonterías! —espetó más enojado aún Adhlum—. Mi pregunta ha sido bien planteada y tiene una respuesta sencilla; sí, o no. Entonces, ¿por qué me niegan la respuesta los dioses, eh? ¿Por qué? ¡Contesta!
— Con el debido respeto, gran señor, tu enfado no beneficia en nada al resultado de tu consulta —apuntó  Ysembus bajando la vista con gesto ceremonial—. Permíteme, pues, que mire una vez más a través del cristal de los dioses y busque su respuesta; ¿te parece bien?
— De acuerdo —consintió Adhlum de mala gana, que sabía del poder de los dioses y no quería enojarles, pues les temía—. Disculpa mi impaciencia, Ysembus. Te ruego mires de nuevo en el cristal, por favor.
                   Ysembus cerró los ojos y se concentró. Acto seguido, los abrió de nuevo y, haciendo extraños gestos con las manos abiertas sobre la esfera faceteada, fijó la vista sobre el cristal, donde sus reflejos bailoteaban nerviosamente despidiendo titilantes destellos irisados. Luego, con un suave cántico, que era casi un susurro, arrojó sobre el vidrio un puñado de polvo de canela con el fin de facilitarles a los dioses el contacto con el mundo terrenal. Después de esto, esperó unos segundos más en silencio.
— ¿Y bien? —preguntó intrigado e impaciente Adhlum—. ¿Han contestado esta vez los dioses?
— Los dioses me han hablado por fin, gran Adhlum —contestó con solemnidad Ysembus.
— ¿Y? — Los ojos del gran jefe ardían de impaciencia esperando la respuesta.
— Su respuesta ha sido —contestó al fin Ysembus.
— ¡Alabados sean los dioses, Ysembus!
                   Adhlum abrazó al casi sorprendido gran sacerdote y abandonó la cabaña con la felicidad dibujada en su hasta entonces compungido rostro. Ya afuera, llamó a uno de sus sirvientes personales, un joven de apenas doce años, al que le dio unas monedas y una orden.
— Apuéstalo todo al equipo de la aldea de los Yutain —Adhlum sonrió abiertamente—. Los dioses han dicho que hoy ganarán en el campeonato de melón-cesto.
                   El muchacho corrió presto a realizar la tarea encomendada, seguido por el gran jefe con la mirada. Mientras tanto, en el interior de la cabaña, Ysembus recogía sus instrumentos de trabajo.
                   Limpió con sumo cuidado la esfera de cristal con un paño de lana y la envolvió en una tela de esparto para, posteriormente, guardarla en un pequeño cofre hecho a la medida. Luego, hizo una pequeña reverencia ante el mismo y rezó una pequeña plegaria a los dioses. Si tenía suerte, el equipo de la aldea vecina ganaría el torneo de melón-cesto. Y si no la tenía...
                   Bueno, si no había suerte y el equipo perdía, siempre podría poner alguna excusa; mala comunicación con los dioses, una respuesta mal entendida, energías negativas influyentes a la hora de escucharles...
                   A fin de cuentas, ¿quién osaría contradecir al sumo sacerdote de la aldea, eh?

-FIN-