La puerta
Se
hallaba de nuevo ante la puerta, aquella que tanto le llamara la atención desde
el momento en que se fijó mejor en ella y por cuyos resquicios podían verse
destellos de luz uniforme. Quería abrirla, pero algo en su interior le hacía
dudar. ¿Era miedo?
Acercó
su mano a ella, tembloroso y preso de una excitación casi infantil. Tiró de
ella y la abrió. La luz lo inundó todo y casi cegó sus ojos. De repente se
encontró en un lugar desconocido. Pero lo más sorprendente era la criatura que
estaba ante él.
Era
enorme, de más de dos metros de altura, piel verde y cuerpo musculoso, mentón, cuello
y brazos anchos, ojos grandes y enramados, colmillos amarillentos
sobresaliéndole de la mandíbula inferior y arandelas colgando de sus orejas
grandes y puntiagudas. En su mano derecha portaba una maza de madera que alzó
en señal de advertencia, emitiendo por su boca un gutural gruñido.
Se
asustó ante el repentino movimiento de la criatura y retrocedió cerrando la puerta.
Respiraba acalorado, con jadeos entrecortados y el corazón latiéndole
aceleradamente en el pecho. Cogió aire y se dio ánimos a sí mismo para abrir de
nuevo la puerta. Lo hizo con manos temblorosas y con sumo cuidado.
Para
su sorpresa, se encontró esta vez en una montaña nevada. El frío le golpeó en
la cara como una bofetada y un extraño ruido a su espalda le llamó la atención.
Se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con un gigantesco dragón blanco que
le miraba a los ojos con aire intrigado y curioso. El animal extendió sus
poderosas alas blancas membranosas y, al batirlas, levantó una pequeña ventisca
que lo empujó hacia atrás, haciéndole caer. Asustado, se levantó y volvió tras
sus pasos, cerrando la puerta.
De
un modo puramente instintivo, la volvió a abrir, esperando encontrarse de nuevo
frente al dragón. La luz volvió a inundar la habitación, pero el lugar era otro
y la bestia ya no estaba. Ahora se hallaba en un camino que serpenteaba a lo
lejos para perderse tras unas lomas. En la dirección opuesta vio llegar a un
pequeño grupo de gente. Eran soldados.
Esto
lo supo con certeza cuando los tuvo a pocos metros de él, pues de lejos no
podía asegurarlo con certeza. Vestían armaduras y cascos de cuero. Cada soldado
portaba un escudo en una mano y una lanza de hoja larga en la otra, y en su
cinto colgaba una espada envainada en una funda de piel de jabalí. Pasaron a su
lado sin detenerse a mirarle, con un paso rítmico y compasado que hacía
retumbar ligeramente el suelo. Cuando se quedó solo en aquel solitario camino,
cerró otra vez la puerta. Aún no podía dar crédito a lo que había visto.
Estuvo
varios minutos en esa guisa; debatiendo consigo mismo que aquello era
imposible, que esa puerta no podía ser un portal dimensional a otros lugares. Que
no tenía lógica, vamos. Fuera como fuera, decidió abrirla una vez más. En esta
ocasión apareció a los pies de una loma. A lo lejos, oyó gritos y sonidos de
golpes de metal. Se atrevió a escalar la loma y echar un vistazo al otro lado.
Era
una batalla. Cientos y cientos de guerreros luchando entre sí en una batalla
encarnizada. Grandes catapultas arrojaban enormes bolas de fuego que abrasaban
y arrasaban todo aquello que encontraban en su camino. Gigantescas bestias
bípedas que portaban garrotes de piedra golpeaban a los rivales, haciéndoles
volar por los aires entre alaridos de terror y crujidos de huesos rotos.
Vio
también a dragones volando por el cielo, montados por jinetes equipados con
arcos que acribillaban a flechazos a sus rivales desde las alturas. Y también
pudo ver a lo que parecían ser hechiceros, poniendo a salvo a grupos de su ejército bajo conjuros de
protección y atacando a los enemigos con bolas de fuego y rayos.
Había
muertos por todas partes, soldados carbonizados, aplastados o descuartizados,
caballos relinchando y pateando presos de la histeria, cegados por el humo que
invadía el campo de batalla. Había soldados jóvenes temblando de miedo,
incapaces de mantener entre sus manos la espada... Era aquel un paisaje
aterrador y, a la vez, terriblemente cautivador que le impedía apartar la
vista. Tuvo que obligarse a retroceder. Cerró la puerta y notó que las lágrimas
querían escapar de sus ojos.
Era
tentador abrir de nuevo la puerta, pero se reprimió. Había descubierto que era
terrible, pero terrible de una manera que nunca hubiera podido imaginarse. Se
alejó de ella sin mirarla, sin atreverse a hacerlo más bien, pues sabía que, de
ser así, caería irremediablemente en la tentación de abrirla...
Lo
más curioso del caso era que esa puerta había estado cerca de él desde hacía
mucho tiempo y que jamás la prestó atención, pues nunca le pareció interesante.
Y ahora que la había descubierto, que sabía de su existencia, deseaba no
haberlo hecho nunca...
Porque
ahora se moría de ganas por volver a abrir esa condenada puerta y cruzar su
umbral. Y sabía muy bien que, en cuanto lo hiciera, quedaría atrapado por
siempre en aquellos lugares a los que le llevaba.
-FIN-