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Bastardo del Caos. Capítulo 2 (2)

CAPÍTULO 2 (2)

                    La carreta se detiene frente a la portilla de una casa de dos plantas, paredes blancas de cal y tejado de pizarra negra. El edificio forma un bloque largo junto con otros tres más, separados todos ellos con vallas bajas de madera. Cada uno de los bloques de edificios dispone de un pequeño jardín delantero, siendo este terreno delimitado por el vallado.
                   Berta rebuzna un par de veces, como si anunciara a los dueños de la casa su llegada. Otis se baja y le pide a Samael que le acompañe. El muchacho obedece y sigue al anciano. En la portilla se puede ver un cartel que reza “Hansen”. Otis la abre y cruza el jardín por un estrecho camino de losas grises y disformes. Cuando llegan ante la puerta de entrada de la casa, ésta se abre y del interior sale corriendo una niña.
                   La pequeña, de apenas siete primaveras de edad, tiene el cabello castaño y lleno de tirabuzones. Sus ojos son de un verde muy oscuro, de pupilas grandes y llenas de vida. Pequeñas pecas se dispersan por sus mejillas y su boca se abre mucho para gritar llena de alegría.
— ¡Berta, Berta, Berta! —Corre jubilosa a abrazar a la burra, que recibe la muestra de afecto con un rebuznar alegre— ¿Ese viejo loco te ha hecho trabajar mucho hoy?
— ¡Irina! —La fuerte voz de un hombre provoca que la niña agache la cabeza— ¿Qué habíamos hablado acerca de las burras?
— ¿Qué son animales de carga? —responde la niña sumisa mientras lanza una mirada de soslayo.
— ¿Y qué más?
— Que los animales de carga existen para ayudarnos.
— ¿Y qué te he dicho de llamar a Otis viejo loco?
— Que no debo insultar a las personas mayores —contesta la niña en voz baja y a regañadientes.
— No te oigo…
— ¡Que no debo insultar a las personas mayores! —repite, esta vez en voz bien alta.
— Pues pídele disculpas al señor Otis, ahora mismo —Ordena el hombre.
— Lo siento —Obedece ella, agachando la cabeza en gesto de reverencia.
— No te preocupares, pequeña —Ríe el anciano, quitándole importancia al suceso—. En veldad que estoy loco.
— Disculpa a esta pequeña maleducada —El hombre sonríe amablemente—. No sé de dónde saca esos modales, en serio.
— Los niños son sinceros —repone Otis—; no hay que disculpalse pol eso. ¿Podemos hablal?
— Por supuesto. Pasa adentro. Le pediré a mi mujer que nos prepare algo de beber ¿de acuerdo?
— No diré que no a un vaso de vino. No señol —Ríe Otis entrando en la casa.
***
— Irina —La niña extiende una mano abierta hacia Samael—. Gusto conocer.
                   Samael no sabe qué decir. La pequeña, viendo que él no reacciona, se mira la mano con gesto extrañado, como si hubiera algo en ella que no está bien colocado. Al final, tras encogerse de hombros, estrecha la mano del muchacho por iniciativa propia.
— Tienes que saludar así —Le explica, moviendo las manos estrechadas arriba y abajo—. Y luego dices cómo te llamas.
— Lo siento —Se disculpa éste—. Pero no sé mi nombre…
— ¿No? —La niña se muestra muy sorprendida ante ese dato.
— Irina, no molestes a ese chico —Una muchacha, de la edad de Samael, hace acto de presencia en la puerta de entrada.
— Dice que no sabe su nombre, hermana —La pequeña señala a Samael, al tiempo que se tapa la boca para ocultar una risita que se le escapa.
— Disculpa a mi hermana —Añade la recién llegada—. A veces puede resultar de lo más impertinente.
                   La muchacha tiene el pelo castaño, corto y alborotado. Sus ojos son de color almendra, y su mirada deja al pobre Samael al borde del colapso nervioso.
— H-Hola… —Logra saludar por fin.
— Me llamo Naray. Encantada.
— I-Igualmente.
— ¿Has venido con el viejo Otis?
— Sí. Vivo con él, en su granja.
— ¡El viejo está loco! —espeta Irina girando su dedo índice cerca de la sien.
— Irina ¿qué te ha dicho padre?
— Que no se insulta a los mayores… —responde la pequeña mientras agacha la cabeza avergonzada — Pero está loco —Sentencia en voz baja al final.
***
                   La sala en la que entran el padre de las niñas y Otis es pequeña pero acogedora. Hay una chimenea de ladrillos de adobe, con el fuego encendido, y ante la cual se sitúan dos pequeñas butacas de color verde oliva. El padre de las niñas se sienta en una de ellas e invita a Otis a usar la otra. Sobre la repisa de la chimenea se ven dos tiestos con amapolas, que flanquean un retrato pintado a mano de un matrimonio de ancianos. Más cuadros y tiestos floridos decoran los estantes esparcidos por las paredes de la sala. Hay colocada una mesita baja de madera entre ambas butacas. El sol entra generosamente por una ventana adornada con dos cortinas decoradas con encajes.
                   Cuando el anciano toma asiento, la tos le ataca de nuevo. Saca el usado pañuelo de tela y se lo lleva a la boca para mitigar los coscojos en lo máximo posible, sin lograr el efecto deseado.
— Te veo mal, Otis —apunta con preocupación el hombre—. Deberías dejar que te visitara un médico.
— No, Ledon —El anciano ahoga un carraspeo antes de guardar el pañuelo—. Poco puede ayudalme ya un matasanos.
— ¿Tan mal estás?
— Creo que no llegaré a vel la próxima primavera, amigo —afirma Otis encogiéndose de hombros.
— No digas tonterías, viejo —Le recrimina Ledon—. Te queda aún mucho tiempo por delante para dar guerra.
— No, no… —Otis suspira con resignación— Mucho me temo que mis días están contados. Es pol eso que he venido a velte.
— Empiezas a preocuparme seriamente, Otis —apunta Ledon—. No me gusta nada oírte hablar así. Es como si hubieras tirado la toalla…
— No se trata de eso —Señala el anciano con un ligero aspaviento de manos—. Es, simplemente, que uno se da cuenta de estas cosas. Créeme.
— Bueno, pues en mi casa no quiero verte de esa guisa ¿estamos? —Le recrimina Ledon— Hay que mirar siempre al futuro con optimismo. Además, teniendo a tu lado al chico…
— Precisamente de él quería hablalte; del nene.
— Nene… —Ledon recalca la palabra con una media sonrisa dibujada en los labios— ¿Por qué no le has puesto nombre al chico aún? ¿No te parece que necesita tener uno?
— Ya tiene uno —apunta el anciano—. Y, cuando lo recuelde ¿de qué le selvirá el que yo le ponga?
— Ya, pero ¿y si no lo recuerda nunca? ¿Te has parado a pensar en eso?
— Bueno, yo estoy seguro de que lo recoldará. Pero, de no sel así, será él mismo quien decida cómo llamalse.
— Tú verás, anciano —Conviene Ledon sin mucho optimismo—. Yo no lo veo tan claro, la verdad. Y, bien ¿de qué querías hablarme con respecto al chico, entonces?
— Necesito que te quedes con él. Pol favol.

CONTINUARÁ

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