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Bastardo del Caos. Prólogo

-Prólogo-

                   El sol brilla en lo alto en aquella tarde de verano sobre las tierras del condado de Sunam. Hace mucho calor, y hombres y bestias por igual buscan una sombra donde escapar de aquel agobiante bochorno. El pequeño Samael, de apenas nueve primaveras recién cumplidas, disfruta de ese día veraniego tumbado sobre un montón de heno. Mordisquea una brizna de paja entre sus dientes, mientras tararea una antigua canción que le enseñara su madre tiempo atrás. En el cielo, algunas nubes se pasean formando variopintas formas. Hace ya una hora que Samael terminó las labores de la granja, y sabe que sus padres no le molestarán en un buen rato con tareas nuevas. No puede decir lo mismo de su amigo Isma.
— ¿Te vienes al río? —el muchacho, de su misma edad, le mira con ojos vivarachos, esperando una pronta respuesta.
— No —contesta él escuetamente.
— Venga, Samael —Le apremia su amigo—. Van a ir todos —Con todos, el muchacho se refiere al grupo de chiquillos del lugar que se reúnen siempre para jugar.
— Hoy no tengo ganas, Isma. Vete tú.
— Pues vale, me voy. Adiós, aburrido.
                   Su amigo no insiste más y le deja tranquilo. Sabe de sobra que es inútil intentar hacerle cambiar de opinión. Samael vuelve a quedarse solo, mirando las nubes pasar y disfrutando del calor del día. Minutos más tarde, y un poco harto del hastío de no hacer nada, decide que sería buena idea ir al bosque a pasear. Se levanta de un salto y se encamina al cobertizo que tienen en la parte trasera de la granja, esperando encontrar allí a su madre y así pedirle permiso. En efecto, la mujer se encuentra ahí, atendiendo a las aves de corral.
                   Es muy guapa, pese a rondar ya los cincuenta años. Tiene el cabello negro, recogido en un tosco moño. Sus ojos son de un azul oscuro, como el mar profundo. Es de cuerpo robusto, pero esbelto, y de brazos fuertes y manos firmes. Cuando ve llegar a su hijo, le dedica una amplia sonrisa afectuosa. Samael se acerca a ella y le hace la pregunta.
— ¿Se lo has pedido a tu padre? —responde ella sin dejar de atender a las gallinas.
— No. ¿Dónde está? —pregunta él.
— Mira a ver en el pozo —Le indica su madre—. A lo mejor está sacando agua para las vacas.
— Vale.
                   Samael se dirige al pozo, tal y como le indica su madre. Allí encuentra a su padre, izando un cubo lleno de agua y posándolo en el suelo. El hombre es alto, fornido, de espalda y hombros anchos, mentón pronunciado, mostacho poblado, al igual que las patillas, y nariz gruesa. La mirada de sus ojos castaños denota toda una vida dedicada al trabajo duro. Cuando ve llegar a su hijo, ya se figura lo que viene a continuación, así que le ataja con otra pregunta.
— ¿Has hecho ya las labores?
— Todas —contesta el chico risueño.
— Está bien —Concede su padre segundos después—; pero no te alejes mucho y no tardes en volver. Tienes que ayudarme a guardar el ganado. ¿Entendido?
— Entendido —Samael, contento por recibir el permiso, echa a correr en dirección al bosque, sin esperar a más indicaciones de su padre.
***
                   El bosque es grande y frondoso, formado en su mayor parte por robles, hayas y encinas. Samael lo recorre con seguridad, pues se conoce esa parte, la zona noroeste, como la palma de su mano. Nunca ha ido más adentro, pues los peligros que el bosque encierra, le dice a menudo su padre, son demasiados como para enumerarlos. Tampoco necesita adentrarse más. Samael se conforma con subirse a lo alto de un enorme roble centenario. Desde sus ramas más altas, el chico divisa perfectamente la granja de sus padres, así como la de sus vecinos, los Valenson. Se pasa allí arriba muchas horas, contemplando el paisaje que la naturaleza le regala. Disfruta con los olores que el viento lleva hasta su nariz. Escucha con atención los ruidos de todo cuanto le rodea; aquí un pájaro carpintero, repiqueteando contra la corteza de un árbol; allí una madre osa, con sus dos oseznos juguetones; allá una cierva, con un cervatillo siguiéndola con pequeños y nerviosos brincos. Todo aquello le fascina y entretiene a Samael más que ningún otro juego. Sin embargo, esa tarde, algo es distinto. El bosque ha enmudecido.
***
                   No hay ruidos. Samael se da cuenta de repente. Abre los ojos y sale de su ensimismamiento cotidiano y escruta los alrededores. Los pájaros no trinan. Los ciervos brincan asustados de un lado a otro, sin detenerse a mirar atrás. No hay ardillas correteando por las ramas. Samael presiente que algo va mal, pero no sabe bien el qué. Olisquea el aire, y a sus fosas nasales llegan nuevos olores, que no pertenecen al bosque. Y entonces los ve llegar.
                   Son hombres. Un grupo numeroso, se dice Samael, a juzgar por el ruido de sus pisadas, pese a que pretenden ser lo menos ruidosos posible. Visten capas granates encapuchadas, casacas vede oliva sobre camisas blancas, de mangas anchas, y botas altas de cuero. Portan espadas cortas y rodelas. A la cabeza del grupo, de unos veinte hombres, va el líder. Es bajo y de cuerpo robusto, con músculos marcados. Luce un poblado mostacho negro y una mandíbula ancha. También tiene una curiosa cicatriz, en forma de zig-zag, en la parte baja de la mejilla izquierda. Samael sabe enseguida quienes son, pues ha oído contar historias acerca de ellos a los mayores. Son saqueadores.
                   Se les conoce como el Clan del Garfio, una banda de saqueadores que merodean por las provincias. Sus ataques son rápidos y contundentes, y su huída es más rápida aún. Cuando atacan una aldea, dejan tras de sí casas ardiendo y cuervos y buitres alimentándose de los cadáveres. Sus golpes están bien planeados y orquestados por su líder, Gonzo Aldorán. Es un hombre rudo y severo, que mantiene a sus hombres sometidos bajo una férrea disciplina casi militar. Su arma favorita es un garfio, que maneja con tanta efectividad como otros las espadas. No tolera la indisciplina entre sus hombres, y no duda en aplicarles severos castigos cuando eso ocurre. Es temido y respetado por todos ellos, que lo siguen y obedecen en todo. El joven Samael se pregunta qué es lo que hacen allí. Una terrible sospecha hace mella en su corazón, como una nube gris enorme que, de pronto, tapa el sol en el cielo.
                   La banda de Gonzo pasa bajo sus pies, pero nadie le ve. Samael quiere bajar del árbol y correr a avisar a sus padres, pero algo se lo impide. Sus piernas se han puesto a temblar, al igual que su mandíbula. Sus manos están agarrotadas, clavando las uñas en la corteza de la rama sobre la que está sentado. Quiere moverse, pero su cuerpo no le obedece. Quiere gritar, pero su garganta no emite sonido alguno. Está muerto de miedo. Lo único que puede hacer es echarse a llorar.
***
                   Ve la columna de humo denso y gris, que emerge de la granja de sus padres. Oye los gritos de mujeres y niños, e incluso una de esas voces le parece la de su amigo Isma. Pasan los minutos y él sigue subido a la rama más alta del árbol, sin atreverse siquiera a moverse. Le tiembla todo el cuerpo y las lágrimas resbalan por sus mejillas. Llama a sus padres repetidas veces, ahogando su voz entre los sollozos que intenta aplacar. Llega la noche y los gritos cesan con ella. Los fuegos que consumen los restos de las granjas tiñen la oscuridad de retazos anaranjados. Samael está ido, ausente. Su cerebro busca una vía de escape a aquella atroz pesadilla y le sume en un sueño profundo. El chico se hunde en las tinieblas, llamando en un último sollozo a sus padres.
***
                   Pasa la noche y llegan los primeros rayos de sol. Samael está aterido de frío y le duelen todos los músculos. Se refriega con las manos los ojos irritados por el llanto y decide bajar del árbol. Obliga a sus piernas a moverse, y también al resto de su cuerpo, anquilosado por la larga inactividad nocturna en una posición incómoda. A trompicones, logra llegar al suelo. Ya abajo, se queda parado en el mismo sitio, sin saber a dónde ir ahora. Bueno, sí que lo sabe, pero no se atreve. Teme encontrar lo que pueda haber allí. Se fuerza a sí mismo a ponerse en movimiento. Mueve un pie. Luego el otro. Y se encamina hacia la granja de sus padres. Ni siquiera corre. Camina lentamente y con pasos temblorosos.
                   Cuando por fin llega, se encuentra con los escombros aún humeantes de la que fuera su casa. Hay cuerpos tirados por el suelo. Reconoce en ellos a Oleg y Edna Valenson, los granjeros vecinos. Bajo el cuerpo de Edna, que yace debajo de su marido, asoman dos piernas más pequeñas. Son las de su hijo, el pequeño Ithan. Samael aparta la vista de aquellos cuerpos y avanza hacia su casa. Entonces los ve.
                   Sus cuerpos están tendidos en el suelo, a escasos metros de la entrada. A su madre le han cortado el cuello y a su padre, que yace tendido sobre ella, en actitud protectora, le han apuñalado por la espalda. Las moscas revolotean sobre el charco de sangre reseca que se ha formado junto a los cadáveres. Los ojos de su madre miran al vacío. Su padre los tiene cerrados. Samael se arrodilla junto a los cuerpos y, con una temblorosa mano, cierra los ojos de su madre. Entonces rompe a llorar una vez más, abrazado a ellos. Luego se levanta y echa a correr, gritando con todas sus fuerzas, sin levantar la vista del suelo y sin saber muy bien a dónde ir. Solo sabe que quiere alejarse de allí, lo más lejos posible. Las lágrimas inundan sus ojos cuando se adentra en el bosque. No se detiene. Sigue y sigue corriendo. Hasta que llega al río que cruza el bosque.
                   Vomita. Una, dos y hasta tres veces. De rodillas en el suelo, jadea y respira con dificultad, a causa del esfuerzo de la carrera. De repente se encuentra cansado y mareado. Y confuso. No sabe dónde está y se siente desorientado. Mira nervioso en todas direcciones, intentando reconocer algo que le sirva para ubicarse. Los ruidos del lugar le resultan amenazadores, como guardianes invisibles que le invitan a abandonar ese sitio. Vete de aquí, niño, parecen decirle.
                   Un matorral se mueve a su espalda y él, asustado, se gira bruscamente. Tropieza con una piedra y cae al agua. El río se lo traga sin consideraciones y lo envuelve en su gélido abrazo.
***
                   Samael trata de subir a la superficie, pero la corriente de agua lo arrastra hacia abajo, zarandeándole. Ha tragado agua al caer, y no tiene aire en los pulmones, que parecen ir a estallarle de un momento a otro. Cuando logra salir a la superficie, abre la boca para tragar una bocanada de aire. En ese momento, su cabeza golpea contra una roca y se ve abocado a las sombras de la inconsciencia, que lo engullen en un manto frío y negro. Su último pensamiento es para con sus padres. Piensa que todo ha sido una horrible pesadilla y que, cuando despierte, volverá a verlos. Sí, eso ocurrirá, se dice en esos últimos segundos de consciencia, despertaré y volveré a verlos.
                   La corriente lo arrastra durante varios kilómetros y, finalmente, deposita su cuerpo inerte en la orilla de un remanso.

CONTINUARÁ

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