5 – Sombras
del pasado
Julian
lleva ya un año viviendo y trabajando con Magnus. El muchacho asiste por las
mañanas a clase y por las tardes se encarga de algunas labores en la fragua. A él
le gusta estudiar porque así puede leer libros, cosa que le fascina. Lo que ya
no le gusta tanto son los números, que se le traban a menudo y le generan mucha
frustración. Aún así, el joven se esfuerza en lo posible por no quedarse atrás
en las lecciones.
Se
lleva bien con el resto de los alumnos, seis más, aunque no logra hacerse amigo
de ninguno de ellos en especial. No le tratan mal, pero apenas le hablan y casi
nunca le llaman para sus reuniones extraescolares. A Julian tampoco le importa
mucho verse aislado del grupo de esa forma. Él es feliz trabajando en la
herrería. Allí disfruta ayudando a Magnus y escuchando las historias del
anciano Eimus. El trabajo es agotador, pero Julian no se queja, pese a acabar,
casi todas las noches, muerto de cansancio y con todo su cuerpo dolorido. En
algunas ocasiones, cuando cierra los ojos, se acuerda del viejo Otis y no puede
evitar echarle de menos y exhalar un suspiro de tristeza.
***
— Esa fragua
se está enfriando...
—Avisa el viejo
Eimus com uma risita apagada.
— ¡Voy!
Julian acude presto a la
fragua y aviva el fuego con la ayuda del fuelle. Magnus, con ayuda de un martillo,
golpea con fuerza en la lámina de acero en la que trabaja y luego la mete en las
brasas otra vez.
Eimus
entrecruza los dedos de sus manos y estira los brazos hacia adelante, con las
palmas hacia afuera, y de sus nudillos huesudos se escapan pequeños crujidos.
— ¿Y si nos vamos ya a jalar?
— Espera un poco.
El
herrero recupera del fuego la lámina de acero y vuelve a golpear en ella con el
martillo. La voltea varias veces y reparte los martillazos entre ambas caras.
Luego se la pasa a Julian para que repita el mismo proceso. El muchacho imita a
su mentor con mucha habilidad. Varios golpes después, la hoja vuelve a
enterrarse bajo las brasas.
— Muy bien —Asiente complacido el
herrero—. Dale unos golpes más y ponla a enfriar en el agua.
Julian
asiente y repite el proceso una vez más hasta dejar la hoja en la pileta. El
burbujeo del agua y la nube de vapor acompañan al acero en el proceso de
enfriamiento. El muchacho se seca el sudor de la frente mientras espera.
— Puedes dejarla ahí —Le indica su
mentor—. Nos vamos a comer ya. Si esperamos más, a Eimus le va a dar algo.
***
La
fonda está tan concurrida como de costumbre, con su amalgama cotidiana de
ruidos, voces y olores. Eimus es el primero en cruzar la puerta del local,
seguido del herrero y Julian quien, como casi siempre, se entretiene en
deleitarse con la bocanada de aromas que asaltan su nariz y su paladar al
entrar en el amplio comedor. Es por ello que, sin darse cuenta, tropieza de
golpe contra alguien.
— Lo siento. Perdón —Corre a disculparse
con el hombre contra el que choca.
— ¡Ten cuidado, muchacho!
La
ruda voz del afectado le golpea a Julian en la cara como un manotazo. El
hombre, de mandíbula ancha, es bajo y robusto, con músculos marcados y un poblado
mostacho negro. También tiene una curiosa cicatriz, en forma de zig-zag, en la
parte baja de la mejilla izquierda. Es esa cicatriz la que, sin saber porqué,
Julian no puede dejar de mirar.
— ¿Qué es lo que miras con tanto
descaro, mequetrefe? —Le espeta con desdeño el desconocido.
— ¿Pasa algo?
Magnus
interviene en ese instante en el desaguisado para apaciguar los ánimos.
— ¡Díselo a tu muchacho! —Ruge el
extraño— Me ha pisado un pie y encima se me queda mirando como si yo tuviera
monos en la cara.
— El muchacho ya se ha disculpado
—Tercia el herrero—. ¿Tienes algún problema con eso?
— Estos críos de hoy en día no
están bien educados; ese es el problema.
Julian
retira la mirada de la cicatriz y se hace a un lado, para dejar paso al
enfurecido hombre, que le golpea en un costado al pasar junto a él.
— ¡No es necesario ser tan brusco!
—Arremete en ese momento Eimus al ver el gesto del hombre para con el muchacho.
El
desconocido se vuelve para lanzarle una violenta mirada al anciano, que aprieta
ambos puños lleno de crispación. Magnus empuja a sus dos compañeros hacia el
interior del local para evitar causar más problemas. El resto de la clientela,
con la trifulca ya resuelta, vuelve la vista a sus propias mesas para dar buena
cuenta de sus platos y bebidas.
El
trío ocupa una de las mesas y piden el menú del día. Julian, ya en su sitio,
aún piensa en esa extraña cicatriz. Esa extraña herida remueve algo en su mente
que está enterrado bajo capas de confusos retazos.
— ¿Estás bien, muchacho?
La
voz de Eimus le saca de sus pensamientos y asiente con la cabeza para
responderle.
— ¿Y qué le pasa a tu mano derecha?
El
chico se mira la mano tras la pregunta del anciano. El temblor que la sacude es
tan evidente que los dedos tamborilean sobre la madera de la mesa. Ni siquiera
cerrando el puño con fuerza puede evitar el temblor.
— No lo sé.
— Tranquilo —Le disculpa el
herrero—. Son los nervios típicos que siguen a toda discusión. Se te pasarán
pronto.
¿Nervios?
Julian asiente sin estar muy convencido de la explicación de su mentor. Porque siente
muy adentro de sí mismo que aquello representa algo más que puros nervios.
Porque nota, además de los temblores, un helado escalofrío que recorre su
espina dorsal. Y porque también siente miedo. Un miedo casi irracional,
visceral. Un miedo que no sabe de dónde le viene, pero que le oprime en el
pecho. Y luego está la cicatriz.
Julian
no puede sacarse de la cabeza esa herida tan peculiar. Y, si la conoce, piensa
para sus adentros, es porque forma parte de su pasado; ese pasado que permanece
velado en la oscuridad de su memoria rota.
El
herrero, por su parte, sabe muy bien de dónde le viene el temblor al muchacho,
pero se lo guarda para sus adentros para no preocuparle más.
Ya
lo ha visto antes, en la guerra. Los soldados más jóvenes sufren esos temblores
cuando conocen el miedo por vez primera, en el campo de batalla, al verse cara
a cara con el enemigo. Es el miedo que da la certeza de la cercanía de su pronta
muerte. Es por eso, se dice el herrero, que el muchacho tiene que haber visto
de cerca la muerte. Y, si en los soldados jóvenes ese trance provoca tal
terror, se pregunta el herrero ¿qué no puede provocar en la mente de un niño?
Por
de pronto, ambos callan y comen. Cerca de ellos, sentado en otra mesa más
alejada, alguien más les observa.
CONTINUARÁ
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