____________________________________________________Visita mi CANAL DE YOUTUBE_______________________________________________________

Bastardo del Caos. Capítulo 5

5 – Sombras del pasado

                   Julian lleva ya un año viviendo y trabajando con Magnus. El muchacho asiste por las mañanas a clase y por las tardes se encarga de algunas labores en la fragua. A él le gusta estudiar porque así puede leer libros, cosa que le fascina. Lo que ya no le gusta tanto son los números, que se le traban a menudo y le generan mucha frustración. Aún así, el joven se esfuerza en lo posible por no quedarse atrás en las lecciones.
                   Se lleva bien con el resto de los alumnos, seis más, aunque no logra hacerse amigo de ninguno de ellos en especial. No le tratan mal, pero apenas le hablan y casi nunca le llaman para sus reuniones extraescolares. A Julian tampoco le importa mucho verse aislado del grupo de esa forma. Él es feliz trabajando en la herrería. Allí disfruta ayudando a Magnus y escuchando las historias del anciano Eimus. El trabajo es agotador, pero Julian no se queja, pese a acabar, casi todas las noches, muerto de cansancio y con todo su cuerpo dolorido. En algunas ocasiones, cuando cierra los ojos, se acuerda del viejo Otis y no puede evitar echarle de menos y exhalar un suspiro de tristeza.
***
Esa fragua se está enfriando... —Avisa el viejo Eimus com uma risita apagada.
— ¡Voy!
                   Julian acude presto a la fragua y aviva el fuego con la ayuda del fuelle. Magnus, con ayuda de un martillo, golpea con fuerza en la lámina de acero en la que trabaja y luego la mete en las brasas otra vez.
                   Eimus entrecruza los dedos de sus manos y estira los brazos hacia adelante, con las palmas hacia afuera, y de sus nudillos huesudos se escapan pequeños crujidos.
— ¿Y si nos vamos ya a jalar?
— Espera un poco.
                   El herrero recupera del fuego la lámina de acero y vuelve a golpear en ella con el martillo. La voltea varias veces y reparte los martillazos entre ambas caras. Luego se la pasa a Julian para que repita el mismo proceso. El muchacho imita a su mentor con mucha habilidad. Varios golpes después, la hoja vuelve a enterrarse bajo las brasas.
— Muy bien —Asiente complacido el herrero—. Dale unos golpes más y ponla a enfriar en el agua.
                   Julian asiente y repite el proceso una vez más hasta dejar la hoja en la pileta. El burbujeo del agua y la nube de vapor acompañan al acero en el proceso de enfriamiento. El muchacho se seca el sudor de la frente mientras espera.
— Puedes dejarla ahí —Le indica su mentor—. Nos vamos a comer ya. Si esperamos más, a Eimus le va a dar algo.
***
                   La fonda está tan concurrida como de costumbre, con su amalgama cotidiana de ruidos, voces y olores. Eimus es el primero en cruzar la puerta del local, seguido del herrero y Julian quien, como casi siempre, se entretiene en deleitarse con la bocanada de aromas que asaltan su nariz y su paladar al entrar en el amplio comedor. Es por ello que, sin darse cuenta, tropieza de golpe contra alguien.
— Lo siento. Perdón —Corre a disculparse con el hombre contra el que choca.
— ¡Ten cuidado, muchacho!
                   La ruda voz del afectado le golpea a Julian en la cara como un manotazo. El hombre, de mandíbula ancha, es bajo y robusto, con músculos marcados y un poblado mostacho negro. También tiene una curiosa cicatriz, en forma de zig-zag, en la parte baja de la mejilla izquierda. Es esa cicatriz la que, sin saber porqué, Julian no puede dejar de mirar.
— ¿Qué es lo que miras con tanto descaro, mequetrefe? —Le espeta con desdeño el desconocido.
— ¿Pasa algo?
                   Magnus interviene en ese instante en el desaguisado para apaciguar los ánimos.
— ¡Díselo a tu muchacho! —Ruge el extraño— Me ha pisado un pie y encima se me queda mirando como si yo tuviera monos en la cara.
— El muchacho ya se ha disculpado —Tercia el herrero—. ¿Tienes algún problema con eso?
— Estos críos de hoy en día no están bien educados; ese es el problema.
                   Julian retira la mirada de la cicatriz y se hace a un lado, para dejar paso al enfurecido hombre, que le golpea en un costado al pasar junto a él.
— ¡No es necesario ser tan brusco! —Arremete en ese momento Eimus al ver el gesto del hombre para con el muchacho.
                   El desconocido se vuelve para lanzarle una violenta mirada al anciano, que aprieta ambos puños lleno de crispación. Magnus empuja a sus dos compañeros hacia el interior del local para evitar causar más problemas. El resto de la clientela, con la trifulca ya resuelta, vuelve la vista a sus propias mesas para dar buena cuenta de sus platos y bebidas.
                   El trío ocupa una de las mesas y piden el menú del día. Julian, ya en su sitio, aún piensa en esa extraña cicatriz. Esa extraña herida remueve algo en su mente que está enterrado bajo capas de confusos retazos.
— ¿Estás bien, muchacho?
                   La voz de Eimus le saca de sus pensamientos y asiente con la cabeza para responderle.
— ¿Y qué le pasa a tu mano derecha?
                   El chico se mira la mano tras la pregunta del anciano. El temblor que la sacude es tan evidente que los dedos tamborilean sobre la madera de la mesa. Ni siquiera cerrando el puño con fuerza puede evitar el temblor.
— No lo sé.
— Tranquilo —Le disculpa el herrero—. Son los nervios típicos que siguen a toda discusión. Se te pasarán pronto.
                   ¿Nervios? Julian asiente sin estar muy convencido de la explicación de su mentor. Porque siente muy adentro de sí mismo que aquello representa algo más que puros nervios. Porque nota, además de los temblores, un helado escalofrío que recorre su espina dorsal. Y porque también siente miedo. Un miedo casi irracional, visceral. Un miedo que no sabe de dónde le viene, pero que le oprime en el pecho. Y luego está la cicatriz.
                   Julian no puede sacarse de la cabeza esa herida tan peculiar. Y, si la conoce, piensa para sus adentros, es porque forma parte de su pasado; ese pasado que permanece velado en la oscuridad de su memoria rota.
                   El herrero, por su parte, sabe muy bien de dónde le viene el temblor al muchacho, pero se lo guarda para sus adentros para no preocuparle más.
                   Ya lo ha visto antes, en la guerra. Los soldados más jóvenes sufren esos temblores cuando conocen el miedo por vez primera, en el campo de batalla, al verse cara a cara con el enemigo. Es el miedo que da la certeza de la cercanía de su pronta muerte. Es por eso, se dice el herrero, que el muchacho tiene que haber visto de cerca la muerte. Y, si en los soldados jóvenes ese trance provoca tal terror, se pregunta el herrero ¿qué no puede provocar en la mente de un niño?
                   Por de pronto, ambos callan y comen. Cerca de ellos, sentado en otra mesa más alejada, alguien más les observa.

CONTINUARÁ