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Ysembus

Ysembus

                   Aquella mañana, en la aldea de Ghu, el gran jefe Adhlum mantenía una importante reunión con el sumo sacerdote Ysembus, los ojos y la voz de los dioses, en la cabaña del segundo.
— ¿Y bien?
                   Ysembus giró una vez más su bola de cristal y escrutó a través del vidrio faceteado, que le devolvió su reflejo en cientos de copias distorsionadas. Como sumo sacerdote de la aldea que era, acometía la rutinaria labor de atender a las consultas de sus congéneres, tarea ésta que, en ocasiones, le resultaba un tanto tediosa. La de hoy era una de esas veces, y su desgana se veía acrecentada al ser el gran Adhlum, el propio jefe de la aldea, su consultor.
— Nada ven mis ojos, oh, gran Adhlum —sentenció al fin.
— ¿Nada? —espetó con enfado el aludido— ¿Acaso me niegan los dioses su favor?
— Su silencio no significa que nos nieguen su favor, gran Adhlum —afirmó Ysembus.
— ¿Ah, no? ¿Y qué significa entonces? ¡Dímelo!
— Quizás que tu pregunta no ha sido correctamente planteada, gran señor.
— ¡Tonterías! —espetó más enojado aún Adhlum—. Mi pregunta ha sido bien planteada y tiene una respuesta sencilla; sí, o no. Entonces, ¿por qué me niegan la respuesta los dioses, eh? ¿Por qué? ¡Contesta!
— Con el debido respeto, gran señor, tu enfado no beneficia en nada al resultado de tu consulta —apuntó  Ysembus bajando la vista con gesto ceremonial—. Permíteme, pues, que mire una vez más a través del cristal de los dioses y busque su respuesta; ¿te parece bien?
— De acuerdo —consintió Adhlum de mala gana, que sabía del poder de los dioses y no quería enojarles, pues les temía—. Disculpa mi impaciencia, Ysembus. Te ruego mires de nuevo en el cristal, por favor.
                   Ysembus cerró los ojos y se concentró. Acto seguido, los abrió de nuevo y, haciendo extraños gestos con las manos abiertas sobre la esfera faceteada, fijó la vista sobre el cristal, donde sus reflejos bailoteaban nerviosamente despidiendo titilantes destellos irisados. Luego, con un suave cántico, que era casi un susurro, arrojó sobre el vidrio un puñado de polvo de canela con el fin de facilitarles a los dioses el contacto con el mundo terrenal. Después de esto, esperó unos segundos más en silencio.
— ¿Y bien? —preguntó intrigado e impaciente Adhlum—. ¿Han contestado esta vez los dioses?
— Los dioses me han hablado por fin, gran Adhlum —contestó con solemnidad Ysembus.
— ¿Y? — Los ojos del gran jefe ardían de impaciencia esperando la respuesta.
— Su respuesta ha sido —contestó al fin Ysembus.
— ¡Alabados sean los dioses, Ysembus!
                   Adhlum abrazó al casi sorprendido gran sacerdote y abandonó la cabaña con la felicidad dibujada en su hasta entonces compungido rostro. Ya afuera, llamó a uno de sus sirvientes personales, un joven de apenas doce años, al que le dio unas monedas y una orden.
— Apuéstalo todo al equipo de la aldea de los Yutain —Adhlum sonrió abiertamente—. Los dioses han dicho que hoy ganarán en el campeonato de melón-cesto.
                   El muchacho corrió presto a realizar la tarea encomendada, seguido por el gran jefe con la mirada. Mientras tanto, en el interior de la cabaña, Ysembus recogía sus instrumentos de trabajo.
                   Limpió con sumo cuidado la esfera de cristal con un paño de lana y la envolvió en una tela de esparto para, posteriormente, guardarla en un pequeño cofre hecho a la medida. Luego, hizo una pequeña reverencia ante el mismo y rezó una pequeña plegaria a los dioses. Si tenía suerte, el equipo de la aldea vecina ganaría el torneo de melón-cesto. Y si no la tenía...
                   Bueno, si no había suerte y el equipo perdía, siempre podría poner alguna excusa; mala comunicación con los dioses, una respuesta mal entendida, energías negativas influyentes a la hora de escucharles...
                   A fin de cuentas, ¿quién osaría contradecir al sumo sacerdote de la aldea, eh?

-FIN-

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