La taberna del puente. Por El Abuelo.
Aquella
mañana, como tantas otras, Jou Manders limpiaba el amplio ventanal de su
pequeño y modesto bar, conocido por todos como “La taberna del puente”. Mojaba
un viejo trapo de tela en un pequeño barreño con agua, lo escurría fuertemente
con sus dos gruesas manos y frotaba suavemente el cristal, con amplios
movimientos circulares, cuidándose mucho de no dañar el vinilo blanco de las
letras que formaban el rótulo con el nombre del bar. Cuando terminaba de
limpiar el cristal grande, pasaba a limpiar el pequeño, el de la puerta, del
mismo modo. Luego, salía al exterior y repetía la misma operación en las caras externas
de los cristales. Jou acometía este proceso cada mañana, minutos antes de abrir
el local a su escasa clientela.
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Era
ya casi de noche y caían pequeños copos de nieve cuando la anciana cruzaba la
carretera nevada que llevaba al viejo puente de piedra. El frío calaba en sus
huesos y la mortificaba con puñaladas en los miembros y en los engarfiados
dedos de sus huesudas manos. El viejo chal de lana que caía sobre sus hombros,
no ofrecía la protección necesaria para protegerla de aquel frío tan
penetrante. Sus brazos, apegados a su pecho, cargaban con una vieja manta de
lana hecha un fardo, de cuyo interior se escapaba el lastimero llanto de un
bebé. La nieve caía mansamente sobre sus hombros y su cabeza y la anciana apuró
sus pasos en dirección al puente de piedra, que parecía estar llamándola.
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La
pequeña puerta de “La taberna del puente” se abrió para dar paso al joven que
llegaba envuelto en su abrigo de cuero marrón y solapas recubiertas de lana de
oveja. Sacudió la nieve de su cabeza y sus hombros y limpió las suelas de los
zapatos en el felpudo de la entrada. Tras colgar el abrigo sobre el perchero de
caoba situado junto a la puerta, se frotó las palmas de las manos y echó su
aliento sobre sus dedos para hacerles recuperar algo de calor. Se dirigió hacia
la barra y, tras sentarse en uno de los taburetes que había ante ella, saludó
al dueño del bar amigablemente.
- ¡Hola Jou! Hace un frío del carajo, ¿no te parece?
- Hola Tim – Jou atusó su poblado mostacho y le devolvió
el saludo con una tosca sonrisa dibujada en su ancha mandíbula - ¿Qué te pongo?
- Un caldo, por favor, – pidió el muchacho – y que esté
bien caliente, ¿quieres? Necesito entrar en calor cuanto antes.
Jou
preparó una taza de caldo y se la pasó a Tim, que la agarró con mucho cuidado
de no quemarse. El muchacho removió el caldo con ayuda de la cucharilla. Tras
varias vueltas, sacó la cucharilla de la taza, la golpeó sobre su borde para
sacudirle un par de gotitas de caldo y la posó sobre el plato en el que
descansaba la taza. Agarró ésta por su asa y se la llevó a los labios, dando el
primer sorbo.
- ¡Ah, joder! – el líquido le quemó los labios al tocarlos
y tuvo que frotarlos un par de veces con el dorso de la mano para mitigar la
quemazón – ¡Madre mía, si que está caliente… !
- No tengas tanta prisa para beber – rió Jou – ¿Qué
creías, que el caldo estaría templado?
Tim
no dijo nada, se frotó un par de veces más los labios y le dio otro sorbo más
al caldo. Cuando el líquido descendió por su garganta, su calor hizo reaccionar
a todo su cuerpo, liberándolo del frío acumulado en sus huesos y sus músculos.
Cogió la taza y se la llevó a una de las mesas que había colocadas ante el
enorme ventanal. Allí, posó la taza y colocó sobre la mesa uno de los
periódicos que Jou solía colocar a disposición de su clientela. Se sentó en una
silla y abrió el periódico, por la parte final, para echarle una ojeada a la
sección de humor.
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La
mujer llegó por fin ante la baranda de piedra del viejo puente. Seguía nevando
y los copos de nieve se amontonaban sobre sus cansados hombros y su cabello
lacio y gris. Se agarró al borde de la ancha baranda de piedra y se puso de
puntillas intentando atisbar el fondo del puente. No bajaba agua bajo el
puente, pues el río, que en otros años lo atravesaba caudaloso, hacía ya tiempo
que se había secado. Sin embargo, la altura era lo bastante buena como para
llevar a cabo su cometido. Miró nerviosamente a ambos lados de sus hombros,
buscando ojos acusadores que la pudieran estar observando en ese momento. No
vio nada. Del interior del fardo que sostenía temblorosa en sus brazos, volvió
a surgir el lastimero llanto de un bebé. Con manos temblorosas, la anciana deshizo
el fardo.
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Tim
saboreó un nuevo sorbo de caldo mientras leía la sección de deportes del
periódico. Señaló algo en una sección de la página y se dirigió a Jou, que
estaba tras la barra, lavando unos vasos.
- ¡Ganaron los Mets!
- Ya iba siendo hora – apuntó sarcástico Jou – Hacía ya
semanas que no lo hacían.
- Nah, ha sido una mala racha – señaló Tim – Verás como
despegan y no vuelven a perder un solo partido más.
- Si, claro, seguro…
- ¿Hum?... – Tim limpió el vaho del cristal con el dorso
de su mano y observó el exterior a través de él, algo afuera le había llamado
la atención - ¿Qué narices…?
- ¿Te ocurre algo?
- Creo que ahí fuera, sobre el puente de piedra, hay una
anciana.
- ¿Y?
- Que me parece que va a tirar algo por la baranda del
puente.
- Bah, no hagas caso – le indicó Jou despreocupándose del
asunto – Seguro que querrá deshacerse de algún trasto viejo.
- ¿A estas horas y con este clima? – Tim se levantó de su silla de un salto y se fue hacia su
abrigo - ¡Oh Dios, oh Dios, oh Dios!
- ¿¡A dónde vas!? – le gritó Jou.
- ¡Creo que se trata de un bebé!
Tim
abrió la puerta de sopetón y salió al exterior, siendo abofeteado en su cara
por la fría noche. No oyó, o no quiso oír, los gritos de Jou, que le pedían que
se quedara allí dentro. Corrió hacia el puente con toda la rapidez que sus
piernas le permitían. La nieve en unos casos, y el hielo en otros, entorpecían
más de lo deseado su avance. Cuando se encontraba a pocos metros del puente,
oyó llorar al bebé. Para su espanto, observó cómo la anciana alzaba al bebé en
alto y lo arrojaba por la baranda.
- ¡No! – gritó el joven horrorizado.
A
trompicones, se dejó caer por la empinada cuesta lateral del puente para bajar
hasta la zona reseca del río. Llegó al final de la cuesta dando tumbos y buscó
desesperado al bebé, con la esperanza de hallarle aún con vida. Lo vio a
escasos metros de donde se hallaba en ese momento, así que fue hacia él. Le
temblaban las piernas, pero, más que por el frío de la noche, era por el miedo
de saber que el bebé pudiera estar ya muerto. Cuando llegó ante él, su sorpresa
fue mayúscula.
- ¿Un muñeco?
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Jou
salió de detrás de la barra y fue hacia la puerta, que el muchacho había dejado
abierta al salir corriendo del local. La cerró, pasó el pestillo y echó la
llave. Bajó la pequeña persiana para cubrir el pequeño cristal y, acto seguido,
hizo lo propio con la persiana del cristal grande. Cerró el periódico que el
muchacho había dejado a medio leer y, recogiendo la taza de caldo, aún sin
acabar, masculló un improperio para sus adentros.
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Una
sombra, tan negra como la noche, se cernió sobre Tim. Sintió un golpe en la
cabeza, sobre la nuca, y a punto estuvo de perder el conocimiento. Se tambaleó
y cayó de bruces sobre el desgastado muñeco con forma de bebé, de cuyo interior
brotaba un lastimoso llanto. Cuando se giró para reincorporarse, vio a la
anciana ante él. Sus manos eran como garfios, sus ojos estaban inyectados en
sangre y de su boca asomaban dos afilados colmillos.
- Vaya, vaya, vaya… - siseó la anciana acercándosele
lentamente – Siempre hay algún alma bondadosa dispuesta a rescatar a un bebé
inocente – alzó su risa al aire, una risa tan cruel que logró que a Tim se le
erizaran los pelos de la nuca - ¿No es una pena que tengas que morir por culpa
de un acto tan noble? – volvió a reír una vez más y Tim, presa de un pánico
indescriptible, se orinó en los pantalones.
Un
relámpago rasgó el cielo, recortando con su luz la siniestra silueta de la
anciana inclinándose sobre su presa. El trueno que siguió al rayo ahogó con su
sonido el grito de terror proferido por el joven Tim al caer preso de los
colmillos de la anciana.
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Jou lavaba la taza en el
fregadero de la barra cuando oyó un ruido fuera del local. Sobre el enrome
cristal se proyectó en ese momento una sombra que le erizó los pelos de la
nuca. Era la anciana, que quería acercarse al cristal para escrutar el interior
del local. Algo le impedía llevar a cabo su propósito, así que, tras unos
segundos de andar de un lado para otro, se fue, acompañada por el brillo de un
nuevo relámpago. El consiguiente trueno retumbó en las cuatro paredes del bar y
Jou notó un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
- Maldita
vieja… - masculló por lo bajo.
Sobre la mesa donde se había
sentado unos minutos antes Tim, seguía el periódico que el muchacho había
estado leyendo. En la portada, en una pequeña columna situada en la parte baja derecha
del periódico, podía leerse una pequeña noticia; “Nueva víctima encontrada en
el viejo puente”.
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Como era costumbre en él
todas las mañanas, Jou Manders, dueño del bar “La taberna del puente” y antiguo
sacerdote de un pequeño pueblo minero, sacó de debajo de la barra un barreño de
plástico y lo llenó de agua. Cogió un viejo trapo de tela y lo metió en el
agua. Después, abriendo un pequeño cajón situado a uno de los lados de la
barra, sacó de su interior un pequeño rosario de cuentas de madera del que
colgaba un pequeño crucifijo de plata. Enroscó el rosario en su mano izquierda
y, con la derecha, hizo el signo de la cruz sobre el barreño de agua, al tiempo
que, por lo bajo, musitaba un padrenuestro y un ave maría. Al acabar, se
persignó un par de veces y guardó nuevamente el rosario en el cajón.
Así, como todas las mañanas,
se dedicó a limpiar los dos cristales del bar, por ambos lados, con ayuda del
agua. Agua bendita.
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