Leyendas de Thunarg 1. Por El Abuelo.
La muralla de Nadir
Cuenta
una antigua leyenda que un día, Nadir, uno de los muchos hijos de la hermosa
diosa Luna, pidió permiso a su madre para vivir entre los mortales humanos como
uno más de ellos. Así le habló Nadir a su hermosa madre.
- Madre, he de pedirte que me dejes vivir entre los
humanos como uno más de ellos. Quiero ver cómo viven y cómo sienten la vida.
Necesito ver las maravillas que pueblan ese hermoso mundo que nosotros, como seres
inmortales que somos, observamos indiferentes desde nuestro hogar desde el
principio de los días. Anhelo, con toda la fuerza de mi alma y con todo el
calor de mi sangre, inmortales ambas, ser uno de esos mortales y contemplar la
vida tal y como ellos la contemplan. Madre, escucha la plegaria de éste, tu
hijo amado, y concédele este deseo.
Su
madre, temerosa de perder a un hijo, no deseaba concederle tal deseo, pero, a
pesar de sus temores, accedió a satisfacer la petición de su vástago. No
obstante, le impuso unas condiciones que debería cumplir. Así habló la diosa
Luna a su hijo.
- Vestirás humildemente entre ellos, no intercederás en
sus conflictos y no revelarás jamás tu ascendencia inmortal. Caminarás entre
los mortales como un simple vagabundo, tomando de la naturaleza lo que ella te
dé para tu subsistencia. Trabajarás la tierra para obtener de ella su alimento.
Y por último, nunca te aparearás con mujer alguna, pues la sangre de mis hijos
no debe mezclarse nunca con la sangre mortal de los humanos. Ve, hijo mío, ve a
cumplir tu sueño y comprueba, con tus inmortales ojos, la mezquindad de
aquellos por los que tanta curiosidad demuestras tener. Ve y comprueba su
arrogancia, su mal llamado orgullo y su egoísmo. Ve y, sobretodo, vuelve a mí
cuando así lo desees.
Partió
pues, Nadir, a cumplir su sueño bajo la bendición de su amada madre. Cuando
Nadir pisó la tierra de los mortales, llovió, y supo Nadir que eran aquellas
las lágrimas de su madre, la hermosa diosa Luna, triste por separarse de su
hijo. Saber aquello, produjo cierta tristeza en el corazón del vástago, pero,
aún así, emprendió su viaje a través del hermoso mundo que se descubría ante
sus ojos.
Emprendió
el joven dios su viaje y vivió entre los humanos como uno más de ellos,
siguiendo las directrices impuestas por su madre. Vio guerras y enfermedades
que asolaban ciudades enteras. Vio la envidia y los celos. Vio la avaricia y la
arrogancia. La estupidez humana. La intolerancia y la crueldad arraigadas en
los corazones humanos. Nadir vio todo eso, y se entristeció al descubrir cuánta
razón escondían las palabras de su madre.
Pero
Nadir vio también la belleza dibujada en el corazón de una madre abrazando a su
hijo pequeño para amamantarle. La pasión entre dos jóvenes amantes que se
besaban furtivamente a escondidas. La dulzura de una mirada en los ojos de una
niña pequeña cuidando de su pequeño cachorro. Vio a dos ancianos reír
alegremente tomando el sol sentados en sendas mecedoras y contándose lo mucho
que habían visto y vivido. Vio a hombres beber y reír juntos y cantar alegres
canciones. Vio a niños y niñas jugando alegremente en la calle, juntos, en
alegre algarabía, sin importarles de dónde o quiénes eran sus compañeros de
juegos. Vio a una madre consolar a su hijo pequeño, herido, colmándole de abrazos
y besos, y el joven dios recordó los mismos besos y abrazos que recibiera de su
madre. Y su corazón se llenaba de una gran dicha y felicidad al presenciar
tales cosas. Y un día la vio a ella.
Su
nombre era Sinamáe y sus ojos, azules como el océano, prendieron una chispa en
el alma de Nadir quien, desde ese momento, se enamoró perdidamente de la
muchacha. Un amor correspondido, a ojos vista, por la hermosa joven, que le
profesaba continuas miradas llenas de dulzura y tiernas sonrisas de complicidad.
Recordó
Nadir el juramento hecho a su madre y su corazón fue presa de una gran
tristeza. El amor que sentía por aquella hermosa joven era incluso más fuerte
que el que sentía por su madre y se debatía Nadir entre los corazones de ambas
mujeres. Desolado, el dios subió a lo alto del monte Luno para hablarle a su
madre. Así le habló Nadir a la hermosa diosa Luna.
- Madre, escucha la plegaria de tu hijo, que te quiere
como a nada en el universo. Hice un pacto contigo y durante largo tiempo lo he cumplido
a conciencia, pero el amor ha cogido mi corazón entre sus manos y no lo quiere
soltar. Amo a Sinamáe con toda la fuerza de mi inmortal alma, tanto como te
puedo amar a ti, madre, pero mi juramento me impide acercarme a ella. Es por
ello, que deseo romper nuestro trato, madre amada, para poder declararle
abiertamente mi amor a la hermosa Sinamáe. Te ruego tengas a bien escuchar la
plegaria de este amado hijo tuyo y sepas ver el dolor que nuestro trato infunde
en su corazón. Permíteme, por esta vez, romper el juramento que en su día te
hice.
Y
así le respondió su amada madre.
- Diste tu palabra, como dios que eres, de cumplir mis
condiciones. Te advertí, severamente, que la sangre de mis hijos no debería
mezclarse nunca con la sangre de los mortales. Y pese a todo ello, me pides que
rompa nuestro trato, pues te has enamorado de una insignificante mortal.
Hermosa, en verdad, ha de ser esa mujer para que atrape en sus redes el corazón
de mi hijo, siendo éste hijo de dioses e inmortal como ellos. Sea pues, por una
vez accederé a tu petición, pero espero, sinceramente, que no te arrepientas
nunca de la decisión que hoy has tomado.
Bajó
Nadir de lo alto del monte Luno con la bendición de su madre y el corazón lleno
de gozo y felicidad, deseoso de hallar a la hermosa Sinamáe y declararle
abiertamente su amor. Más el destino, cruel e irónico en muchas ocasiones,
quiso mover ficha justo en ese momento.
Quiso
la fatalidad que un hombre, general de un poderoso ejército de un país vecino,
se enamorase también de la hermosa Sinamáe. El general, de nombre Samyd, pidió
a la joven en matrimonio, agasajando para tal fin, con caros regalos, a los
padres de la muchacha. Los padres, sin embargo, conocedores de los sentimientos
que se profesaban Nadir y su hija, declinaron amablemente la generosa oferta
del avaricioso general.
Enojado
ante la negativa de los padres de la muchacha y considerando dicha negativa
como un insulto hacia su persona, el general regresó a su país, llevándose
consigo a la muchacha como prisionera.
Enterado
Nadir del criminal acto del general, tomó un corcel y partió en busca de su
amada, al país vecino. Amparándose en las sombras de la noche, Nadir entró en
los aposentos del general y encontró allí a su prometida. Rescatándola, huyó
con ella hacia su casa y, de nuevo en su hogar, le declaró abiertamente su amor.
Abriéndole su corazón, la joven Sinamáe aceptó con sumo agrado la propuesta de
matrimonio de Nadir, para mayor regocijo de los padres de la muchacha.
Sin
embargo, Samyd se presentó al día siguiente ante las puertas de la ciudad
reclamando lo que, según él, le habían robado. De no serle devuelta la joven en
un plazo de tres días, arrasaría dicha ciudad con su ejército. Nadir decidió
subir una vez más al monte Luno para pedirle consejo a su madre. Ésta,
conocedora del problema al que se enfrentaba su amado vástago, le entregó una
extraordinaria maza y le habló así.
- Toma esta maza, hijo mío, forjada con roca de la luna y
ve a la montaña de Huna. Cada vez que golpees con ella en su base, arrancarás
rocas en forma de bloques. Usa esos bloques para construir una muralla
alrededor de la ciudad de tu prometida. Te prometo que esa muralla no caerá
ante ningún ejército creado por hombre alguno.
Obedeció
Nadir las órdenes de su madre y, en dos días, construyó alrededor de la ciudad
una enorme muralla gracias a las rocas de la montaña de Huna. Samyd, viendo la
muralla como un nuevo insulto a su persona, montó en cólera y ordenó a su
ejército que destruyera la ciudad.
Los
soldados de Samyd obedecieron sus órdenes y construyeron máquinas de asedio con
las que atacar la ciudad. Pero la muralla parecía estar rodeada por algo mágico
que la hacía invulnerable a cualquier ataque. Los arietes se hacían añicos al
chocar contra sus sólidos muros y las catapultas no lograban ni siquiera mellar
su superficie. Y, en lo alto de la majestuosa muralla, se alzaba Nadir,
orgulloso de su imponente obra. Durante cinco días estuvo el ejército invasor
atacando la muralla y no lograron ni siquiera arañarla.
Al
sexto día, Samyd esperó a que llegara la noche y mandó a sus mejores asesinos
al interior de la ciudad, en busca de la joven Sinamáe. Lo que no sabía Samyd
era que Nadir, previsor, había enviado a la muchacha al monte Luno, para que se
ocultara allí durante el asedio a la ciudad. Por ello, al día siguiente, los
asesinos le fueron devueltos al avaricioso general, lanzados con catapultas al
exterior de la ciudad.
Furioso
y encolerizado, el orgulloso general trazó un último y desquiciado plan. Se
dirigió hacia la montaña de Keysa, cuya ladera colindaba con la formidable
muralla, llevando con él una gruesa columna de su ejército. Antes de ponerse en
camino hacia la montaña, mandó a sus hombres que cargaran en sus monturas
grandes cajas llenas de pólvora. Su intención era simple, volar la cima de la
montaña y provocar un gigantesco alud que sepultara la ciudad y la odiosa
muralla.
Puesto
sobre aviso, Nadir ordenó a las gentes de la ciudad que se refugiaran lejos de
ella, pero que él se quedaría sobre la muralla, pues si bien estaba seguro de
la solidez de ésta, no quería poner en peligro vidas ajenas. Cuando se oyó la
detonación de la explosión, Nadir se encomendó a su madre con las siguientes
palabras.
- Madre, en ti confío. Haz que esta grandiosa muralla
resista.
El suelo de toda la ciudad retumbó bajo
el pavoroso alud de enormes rocas desprendidas de la montaña. Al recibir el brutal impacto del choque, toda
la muralla tembló como si la sacudiera el mayor de los terremotos, pero
permaneció de pie, soportando el devastador golpe del alud. Y en lo alto, Nadir
alzó su maza en señal de victoria, con la majestuosa muralla alzándose del
suelo y media montaña de Keysa a los pies de sus muros.
Samyd,
habiendo fracasado una vez más, abandonó el lugar derrotado y humillado por sus
gentes. En cuanto a la ciudad, desde ese día, fue rebautizada con el nombre de
Nadir, su salvador. Muy pocos son los que recuerdan, hoy en día, el nombre original
de esta antigua ciudad, aunque poco importa eso.
En
cuanto al hijo de la diosa Luna se refiere, vivió por muchos años más en la
ciudad, junto a su amada Sinamáe, hasta la muerte de ésta, siendo entonces
cuando regresó al hogar de los dioses, junto con su amada madre, la cual le
recibió colmándole de besos y caricias.
Y
esa es la historia donde se cuenta el nacimiento de Nadir y su prodigiosa
muralla, una muralla que, desde entonces hasta hoy, ningún ejército ha logrado
echar abajo.
- FIN -
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