Capítulo 2 – Rimtra y sus gentes.
El trío de
jinetes continuó a buen ritmo su caminar y ya entrada la tarde, llegaron a las
afueras de Rimtra, la antigua ciudad del sur de Careón, famosa por sus burdeles
y sus mujeres.
- Mal sitio para quedarse – masculló Zarko con mal gesto
en su cara – Pero, si queremos que estos animales descansen, no nos queda otro
remedio que pasar aquí la noche.
- Podríamos seguir hasta Fueden – propuso Freyan – En un
principio, esa era nuestra intención.
- Y sería una buena idea si no fuera porque estas no son
nuestras monturas y ya estaban algo cansadas cuando nos hicimos con ellas –
Zarko desmontó de su caballo – Vamos.
- No me apetece mucho pasar aquí la noche – Freyan le
imitó – Pero creo que tienes razón. Descansemos aquí esta noche.
- ¿Por qué le haces caso, Freyan? Deberíamos seguir hasta
Fueden - protestó el malhumorado Fedhoram.
- Sabes de caballos menos que de modales, muchacho – le
espetó Zarko con una sonrisa dibujada en su cara – Tal y como está tu caballo,
al que, por cierto, has espoleado más de lo debido durante el corto trayecto
que hemos hecho, el pobre animal caería reventado de cansancio en menos de dos
horas. Resultado; estarías sin montura en medio de la nada y sin lugar alguno
donde pasar la noche más que al raso. Y créeme si te digo que las noches al
raso, en esta época del año, son demasiado frías aún.
De mala
gana, Fedhoram desmontó de su caballo y siguió a sus compañeros. La enorme
muralla de piedra blanca caliza que rodeaba a la ciudad abrió sus dos enormes
portalones de madera para darles la bienvenida. La ciudad demostraba ser un
lugar lleno de vida y sus gentes, de todas las razas conocidas, iban y venían
de un lugar a otro en el trajín de su devenir diario. Unos mendigos por aquí,
unos mercaderes por allá. Vendedores de esclavos por un lado, predicadores de antiguas creencias por
el otro. Putas en un lado, borrachos en el otro. Rimtra estaba bien curtida y
poblada de las razas de más bajo calibre en todo el mundo conocido. Nadie
prestaba atención a los tres desconocidos recién llegados de no se sabe dónde.
En Rimtra, todo el mundo era bien recibido. Salir de allí ya era otra cosa bien
distinta.
Los tres
viajeros caminaban por la calle principal de la ciudad envueltos entre un
barullo de gente. Algunos vendedores emboscaron al joven Fedhoram tratando de
enjaretarle las más variopintas mercancías. Collares de perla falsos, baratijas
de latón y cobre, pulseras de cuero con abalorios de múltiples formas, velos de
varias clases de tela y color, juguetes de madera toscamente tallados. El
muchacho no daba crédito a cuanto a su alrededor sucedía. Los poderosos brazos
de Zarko lo salvaron de aquella marejada de vendedores posesos.
- Vigila bien tu bolsa, muchacho – mientras le advertía,
Zarko sujetó el brazo de un harapiento que se cruzaba en ese momento con ellos
y se lo retorció. En su mano había una pequeña bolsa de cuero que devolvió a
Fedhoram – Estos malnacidos harán lo posible por hacerse con tu dinero. De una
manera o de otra, te lo quitarán.
- No deberíamos haber venido a esta pocilga – Fedhoram se
guardó la bolsa – Habríamos hecho mejor si hubiéramos pasado de largo.
- Quizás, pero no habríamos llegado muy lejos. Y lo sabes.
Continuaron
caminando. Zarko, en un par de ocasiones, tuvo que alejar a varios vendedores
del muchacho y a un par de desfiguradas y sucias prostitutas que, según le
decían, querían “hacerle pasar un buen rato”.
- Olvida a esas – le recomendó el Myzarino – en cuanto
cierres los ojos mecido en los brazos de Emudis, el gran dios de los sueños, te
despojarán de todas tus pertenencias y ya no las volverás a ver. Ni a ellas
tampoco – Freyan acompañó con una carcajada al comentario del Myzarino.
Llegaron a
la plaza principal y, en el centro de la misma, un vendedor de esclavos ofrecía
su “género” a los transeúntes y el público que se amontonaba frente al
entarimado usado como escenario construido con tablas, tarimas y maderos.
Frente al entarimado
del vendedor de esclavos se alzaba otro entarimado bien distinto. Se trataba de
un patíbulo. Sobre él aguardaban la hora de la ejecución cuatro desgraciados.
¿La pena? La horca. ¿El delito? Variados. Uno de ellos fue pillado tratando de
robarle su bolsa a un adinerado viajante del sur de Fanry, ciudad que posee una
estrecha relación político-comercial con Rimtra. Otro de ellos, una mujer, fue
encontrada en la cama con un iniciado de la orden de los Ghensuin, monjes que
tienen su templo cerca de Rimtra. El tercero era, cómo no, el propio iniciado.
En lo que al cuarto se refiere, baste con decir que tuvo la mala fortuna de
echarle encima de la cabeza una jarra de buen vino al jefe de la guardia principal
del conde de Visuar.
Un redoble
de tambor, hecho de piel de cabra curtida, anunció el fatídico momento. El verdugo, un hombre enorme y
robusto, aferró la palanca de madera que accionaba las trampillas y tiró de
ella. Los cuatro desgraciados cayeron a plomo y sus cuerpos se balancearon en
el aire, dando pequeñas sacudidas epilépticas durante unos segundos. Poco
después, esos cuatro cuerpos se balanceaban inertes. Freyan no pudo evitar
mostrar en su cara un gesto de repugnancia.
El trío
continuó andando y dejó atrás al vendedor de esclavos y al patíbulo. Al final
de una calle, el camino se dividía en dos y era flanqueado por varios
edificios. Cuatro a la derecha y otros tantos a la izquierda, más uno de mayor
altura que el resto, que era el que cortaba y dividía el camino. Se trataba de
una posada.
El edificio,
de tres plantas, era de pared blanca caliza, ventanales de piedra con
contraventanas de madera roja, tejado de tejas rojizas de arcilla cocida y una
gran puerta doble de madera envejecida de abeto pintada de rojo como las
ventanas. Frente a la puerta un anciano se balanceaba sobre una vieja mecedora
tapando su envejecido rostro con un no menos viejo sombrero de paja raída.
Zarko y sus compañeros amarraron a sus caballos en el pretil de madera que
había dispuesto para tal menester frente al propio edificio y entraron dentro.
La planta
baja era amplia. Una larga barra para servir, situada al fondo, dominaba la
sala. Varias mesas se encontraban colocadas asimétricamente por el local,
rodeadas, cada una de ellas, por cuatro o cinco taburetes de madera. Al fondo,
una hilera de taburetes demarcaba aún más el espacio gobernado por la barra.
Había bastante gente dentro de la posada que, al parecer, ejercía las veces de
taberna. Un negocio lucrativo para su dueño.
Zarko señaló
una de las mesas vacías en una de las esquinas y allí se sentaron. Después
llamó al tabernero. Éste, bajo, regordete y de rostro rechoncho, bigotudo y
colorado, les atendió enseguida.
- ¿Desean algo los señores? – su voz era ronca y algo
apagada.
- Para mí – Zarko fue quien habló primero – una jarra del
mejor vino que tengas, una fuente de frutas y un buen filete de carne de vaca
asado a la parrilla.
- Para mí lo mismo – pidió Freyan.
- Yo solo un filete de vaca, no muy grande, y una jarra de
cerveza – habló Fedhoram.
- Enseguida les sirvo. ¿Alguna cosa más?
- Si – habló nuevamente Zarko - ¿Puedes decirnos dónde
podemos abrevar a nuestras monturas?
- Oh, no se preocupen por eso los señores – el tabernero
esbozó una amplia sonrisa – Por unas míseras monedas de cobre, ocho solamente,
mi ayudante se encargará de abrevar a sus caballos y de asearlos un poco.
- De acuerdo entonces, buen hombre – Zarko sonrió – Ahí
van las monedas.
El tabernero
recogió las monedas que Zarko puso sobre la mesa y se las guardó en el bolsillo
de sus viejos pantalones de tela raída. Después, con un gesto de la mano, llamó
a su ayudante, un mozalbete de unos trece años, pecoso, pelo negro como el
carbón, tez morena y dientes desiguales y negros y le encomendó la tarea de los
caballos.
- ¿Es prudente confiarle nuestros caballos a un extraño? –
preguntó Fedhoram cuando el tabernero se hubo alejado de la mesa.
- Tan prudente por nuestra parte como imprudente sería por
la suya el jugarnos una mala pasada con nuestros caballos – afirmó Zarko.
- ¿Y qué le impediría el hacerlo?
- Él sabe que, de hacerlo, se arriesga a ser descubierto
por nosotros, con lo cual, su reputación se vendría abajo, con lo cual, su
negocio se vendría igualmente abajo.
- La vieja regla del “Negocio tan rentable como la
reputación del dueño”, tan popular entre los dueños de posadas y prostíbulos –
apuntó Freyan.
- Exacto – afirmó Zarko – Aquí en Rimtra, todos saben que,
si quieres tener un buen negocio, lo primero que debes de cuidar es tu reputación,
después tu imagen y, por último...
- ...las mujeres que alegran la vista a tus clientes - acabó
Freyan la frase, riendo a carcajada limpia.
- ¡Exactamente, amigo mío! ¡Exactamente! – rió
abiertamente el Myzarino.
Ow... es lo último que quedaba por leer... u.u
ResponderEliminarpero pondrás más capítulos, verdad?
creasten un mundo super intresante :D!
te felicito ^^!
Si, no te preocupes, que, como ya dije, subiré la historia al completo (bueno, los 14 capítulos que escribí). Tranquilo, que habrá más.
ResponderEliminarUn saludo y gracias por leer.