War in the kingdom.
Traía
el viento aquella tarde el aroma de los días propios del otoño, en donde una
atmósfera de melancolía bucólica lo impregnaba todo. Runfus aspiró
profundamente, llenando sus pulmones con aquel delicioso aire y lo expulsó
lentamente. Sobre la montura de su yiik, un animal bípedo parecido a una mosca
muy peluda, de cabeza redonda y ojos enormes, oteó el horizonte, donde una gran
nube de polvo indicaba la llegada del enemigo.
— Se acercan —anunció a su lado su compañero de armas y
amigo, Feston—. Parecen muchos...
— Muchos o pocos, ¿qué más da? —apuntó con desgana Runfus
sin dejar de observar la columna de polvo que rompía la línea del horizonte—
Tal y como estamos de preparados, sería un milagro que la mitad de nuestros
hombres no salieran huyendo antes de comenzar la batalla.
— No puedes culparles —dijo Feston—. Si el Imperio mismo
nos ha negado su ayuda en este litigio, para así poder proteger los muros de la
ciudad imperial ¿qué posibilidades tenemos nosotros de salir victoriosos hoy
aquí?
— No les culpo —apuntó taciturno Runfus mirándole a los
ojos—. Bastante hacen ya poniéndose al frente sosteniendo en sus manos los
aparejos de labranza como armas.
— Deberías decirles algo —señaló su compañero—. Necesitan
oír la voz de su líder dándoles ánimos antes de la batalla.
— ¿Ánimos? —Runfus miró de soslayo por encima del hombro a
los hombres que tenía a su espalda—. ¿Y qué les digo, Fenton? ¿Qué se armen de
valor para morir inútilmente por defender unas tierras que no les importan a
nadie más que a ellos? ¿Qué, pase lo que pase hoy aquí, nadie recordará este
día? ¿O prefieres que les diga que se lancen sin pensárselo contra un enemigo
que les triplica en número y que, para más inri, no tendrá ningún reparo a la
hora de descuartizarles? ¿Qué les digo, Fenton?
— ¡Por el amor de nuestro señor, Runfus! —Le espetó con
dureza Fenton intentando no alzar la voz—, ¡tienes que hablarles! ¡Vamos!
Runfus
agachó la cabeza y, tirando de las riendas de su yiik se volvió hacia sus hombres.
Daban pena, pensó al mirarles. Hombres desarrapados, que apenas tenían dónde
caerse muertos, sostenían en sus manos orcas, bieldos, rastrillos y azadones
como únicas armas. Formaban fila ante él, en un grupo de poco más de dos centenas,
compuesto de hombres, muchachos y ancianos.
Runfus
les observó con cierta compasión y resignación. Cabellos y ropas sucias,
cuerpos delgados y músculos flácidos, en la mayoría de ellos, y aparejos rotos
o remendados, gastados por el continuo uso en sus quehaceres diarias.
Y
allí estaban todos ellos, dispuestos a defender sus hogares del ataque del
enemigo invasor; un enemigo que venía de las gélidas tierras del norte arrollándolo
todo a su paso y al que el Imperio había decidido esperar a las puertas de la
ciudad imperial.
La
actitud tan decidida de aquellos hombres allí presentes le llenaba a Runfus de
tristeza; conocía bien al enemigo, su número y su forma de batallar, y sabía
que no había ninguna oportunidad de salir airosos, no ya vivos, de semejante
lance. Pero entonces, buscando en su interior las palabras con las que intentar
animarles, reparó en algo que le llamó poderosamente la atención. Era un chico,
de apenas dieciséis primaveras, que sostenía entre sus manos una simple hoz,
vieja y oxidada.
El
muchacho estaba ahí plantado, con una mirada llena de convicción y decisión,
apretando entre su puño el mango de la improvisada arma. Extrañamente, no
parecía excitado o nervioso por la situación. Todo lo contrario; rezumaba una
tranquilidad envidiable. Runfus acercó su montura hasta él y lo llamó.
— Tú, ¿cómo te llamas? —Quiso saber.
— Antón, señor —respondió el chico.
— ¿Qué haces aquí?
— Luchar por nuestras tierras, señor.
— ¿No te da miedo morir, Antón? —Le apuntó Runfus—; porque
eso es lo que ocurrirá, muchacho. Hoy moriremos todos.
— Siempre será mejor hacerlo aquí que en otro lugar sin
hacer nada, señor —respondió con decisión el muchacho.
Runfus
le miró a los ojos y lo vio. Vio la determinación, la decisión inquebrantable
de morir allí mismo por defender sus tierras y a su gente. Vio la fuerza de un
guerrero dispuesto a batirse contra cientos de enemigos empuñando únicamente
aquella simple hoz. Y esto lo vio en los ojos de todos los allí presentes.
Y
Runfus desenvainó su espada y sonrió al muchacho, por primera vez desde que se
hubo levantado de la cama ese negro día sonrió, y gritó la misma frase a sus
hombres para arengarles.
— ¡Compañeros, siempre será mejor morir hoy aquí, que caer
lejos sin haber hecho nada! ¡Alzad
vuestras armas y seguidme! ¡Al ataque!
Con
un rugido atronador, donde se dio rienda suelta a la rabia y los nervios acumulados
durante aquellas últimas horas de angustia, el grupo se lanzó a la carga al
encuentro del enemigo.
Cuando
se produjo el choque entre ambos ejércitos, con un sonido espeluznante de
choque metálico contra carne, el ejército invasor pasó por encima de ellos como
lo haría una ola sobre un guijarro en la playa; sin inmutarse y sin detener su
avance. Y en tan solo unos minutos, no quedó sobre aquella tierra ni uno en pie.
Los
invasores llegaron a la ciudad imperial, que resistió el ataque y el sitio
durante cuatro largos meses, hasta que, finalmente, los atacantes desistieron
de su empeño y partieron de regreso a sus tierras.
Nadie
recordó nunca a los habitantes de aquella pequeña aldea, caídos a las afueras
de la ciudad imperial luchando para proteger a los suyos.
Soy
Fenton, compañero de armas y amigo de
Runfus, líder de aquel pequeño ejército. Yo estuve allí, luchando junto a aquel
puñado de valientes hombres que pensaron que siempre era mejor morir allí, que
en otro lugar sin hacer nada.
Para
honrarles, para que nadie los olvide, llevaré su historia allá donde vaya y se
la contaré a todo aquel que quiera oírla.
-FIN-
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