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Desconexión en 3, 2, 1...

Desconexión en 3, 2, 1...

               La máquina, llena de conexiones, sigue funcionando, pero ya no lo hace como antes. Empieza a fallar.
— Te dejé una nota en la nevera. ¿No la leíste?
               Los trabajos más rutinarios se convierten para ella en batallas contra los errores. Pequeñas tonterías de las que reírse.
— ¿Llevas un calcetín de cada color?
               Cada error se acumula en su memoria como un virus dañino. Un virus que avanza y se extiende sin poder detenerlo. Los despistes son casi una rutina.
— ¿No me digas que te has olvidado de la leche?
               Y cada día es peor. Pasan los minutos y las horas y se esfuerza en seguir siendo funcional al cien por cien, pero no puede lograrlo. Empieza a olvidar nombres.
— Mira, papá, es Carlitos, tu nieto. ¿No te acuerdas?
               Y cada olvido golpea a la vieja máquina como un mazazo de indiferencia; sordo, pero destructivo; silencioso, pero implacable. Solo ve a extraños a su alrededor.
— Soy yo, papá, Elena. ¿Te acuerdas de mí?
               Con el tiempo, las conexiones fallan por completo y la máquina no puede cumplir con sus funciones. Olvidar los nombres pasa a ser algo insignificante.
— Ahora el brazo derecho... Así, muy bien, papá.
               Y sigue y sigue fallando. Cada día y cada vez más veces y más de seguido. Hasta que, al final, se desconecta del todo.
— Desconexión en 3, 2, 1.. 
               Y ahí se acabó todo.
-FIN-

Invisible

Invisible

                   Rex Cutter es un chico normal, con la salvedad, claro está, de que tiene un extraño don; no, don no, maldición sería mejor llamarla. Sí, una maldición. Rex Cutter tiene la facultad innata de pasar completamente desapercibido para la gente que le rodea. Y no es que a él le guste, precisamente, sino más bien todo lo contrario, pero es algo que no puede evitar, por más que lo intente.
Y lo ha intentado en más de una ocasión, creedme, pero nada. Una vez rompió, delante de toda la clase en la que estudiaba, el esqueleto humano que el señor Fisser, su maestro de ciencias, tan celosamente cuidaba. Y lo hizo allí, delante de todos, maestro incluido. Lo empujó y el esqueleto se desplomó hacia adelante, desarmándose en el suelo como una montaña de naipes. Rex no recibió ningún castigo por parte del profesor Fisser, ni tan siquiera un improperio o un grito... Nada.
En otra ocasión quemó el coche de su padre y, aunque en esa ocasión fue un accidente (una lata de gasolina mal cerrada cerca del auto, una estufa eléctrica encendida por error junto a la lata, un tropezón y, bum, coche calcinado), ocurrió lo mismo que con el caso del esqueleto. Nada. Sus padres corrían de un lado para otro intentando apagar el fuego y gritando, nervioso él e histérica ella. Pero a Rex no le dijeron ni una sola palabra.
Intentó explicarles lo que había ocurrido, oh sí, pero era como si no le vieran. Media hora después de estar corriendo de un lado para otro tras de su padre, intentando contarle lo sucedido, Rex se dio por vencido y desistió de su empeño. Y así siempre. Hacía lo posible por llamar la atención y ocurría justamente todo lo contrario; le ignoraban completamente.
Por eso, el día en que se cayó a un pozo abandonado que había en el terreno de la parte trasera de su casa, Rex Cutter asumió enseguida que iba a morir allí mismo. Tanto lo creía que, sentándose sobre el frío y húmedo suelo y apoyando su cabeza contra las rodillas, esperó pacientemente a que llegara su hora.
Encontraron su cuerpo dentro del pozo al día siguiente. Y porque se había caído en él una cría de gato que no cesaba de maullar. El muchacho había escrito en las paredes del pozo estas palabras con una piedra:
“Estoy aquí”
Lo que Rex Cutter no sabía era que su caída en el pozo había ocurrido cuatro años atrás. Y el ciclo se repetía para él una y otra vez. Una y otra vez...
Esperando siempre a ser rescatado.

-FIN-

El samurai y la niña


El samurai y la niña

                   Los pétalos caídos de las flores de los cerezos que crecían por la zona cubrían el suelo con un tupido manto blanco que la niña, divertida, pisoteaba correteando de un lado para otro mientras cantaba una alegre canción enseñada tiempo atrás por su madre.
                   La niña daba vueltas y vueltas entre los árboles y, de cuando en cuando, algunas volteretas por el suelo. Fue en una de esas volteretas cuando le vio llegar. Era un samurai.
                   Vestía un ancho kimono en tonos grises apagados, ya gastado y roto por varios sitios. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta. Calzaba sandalias desgastadas de madera atadas con toscas cintas de cuero y de su cinto colgaba una katana envainada. Caminaba con paso lento, sin prisa por llegar a ninguna parte, pero también sin pausa, con la vista clavada en el suelo. Un sombrero ancho de paja cubría su cabeza de los rayos del sol otoñal.
                   La niña se quedó mirándole con ojos llenos de curiosidad. Ya antes había visto a extraños cruzando por el camino, pero por alguna extraña razón, aquél en particular le había llamado la atención. Se levantó de un salto del suelo y corrió junto al hombre.
— Hola —Le saludó alegremente poniéndose a su lado—. ¿Eres un samurai?
— Sí —respondió escuetamente el hombre sin detenerse a mirarla.
— Vaya... —La niña pareció sorprendida de conocer a un samurai en persona—. ¿Y esa espada es tuya?
                   El hombre la miró de reojo durante un par de segundos para, acto seguido, desviar nuevamente la mirada sin responder a la pregunta.
— ¿Es tuya? —insistió la pequeña.
— Sí —respondió al fin el samurai con desgana.
— Ah —La niña pareció contentarse con la escueta respuesta—. ¿Puedo verla?
— No.
— Vaya.
                   Ambos continuaron juntos por el camino, el samurai con la vista clavada en el suelo y la niña observándole con ojos llenos de curiosidad.
— Oye, ¿has luchado contra alguien? —El samurai ignoró la nueva pregunta— Vaya, eres poco hablador, ¿lo sabías? Al menos podías responder, ¿no?
                   El hombre se detuvo, respiró hondamente y soltó el aire con resignación. Luego se volvió despacio hacia la sorprendida niña.
Sí, he luchado contra  otros respondió con voz serena.
— ¿Y has matado alguna vez a alguien? —preguntó la niña con mirada inocente.
                   El samurai no respondió. Se dio la vuelta y siguió su camino, alejándose de la niña que lo vio marchar con paso lento. Cuando el samurai comenzó a subir por una loma, la niña le lanzó una última pregunta.
— ¿Eso es un sí, o un no?
                   El samurai no dijo nada, se limitó a levantar la mano derecha y despedirse de ella con un saludo. En su costado izquierdo apareció, justo en ese momento, una mancha carmesí atravesando la tela del kimono. Se llevó la mano a la venda que cubría la herida de su torso y maldijo su suerte.
                   Cuando bajó la loma, lejos ya de la vista de la niña, el samurai se desplomó en el suelo como un muñeco roto mientras la mancha carmesí de su kimono iba creciendo cada vez más. Miró al cielo, sonrió y cerró los ojos. Una cálida brisa otoñal se llevó su último aliento de vida.

FIN

Murió Peter Falk (Colombo)

El actor, que sufría denencia senil,
murió ayer a los 83 años
en su casa de Hollywood. 
Decimos adiós al actor que 
nos regaló a uno de los personajes 
más entrañables y queridos de la tele, 
el teniente Colombo, quien, enfundado 
en su gabardina y fumando puros, 
resolvía los casos de forma 
tan peculiar.
Hasta siempre, Colombo.

Tengo nuevo Blog

Ahora podéis encontrarme también aqui:


Ahí encontraréis lo mismo que aquí, pero dividido en secciones.
Espero que os guste mi nuevo blog.

-El Abuelo-

Nadie lo vio

NADIE LO VIO

                   Llegó sin hacer ruido, pero él ya hacía rato que la estaba esperando. Ella posó la mano sobre su hombro y él la miró con ojos apagados.
— ¿Ya? —preguntó con voz queda.
Ella no respondió. Dejó que su mano resbalara por el hombro y se alejó de él, que la observó taciturno. Dejó lo que estaba haciendo, se levantó de la silla y la siguió.
Su cuerpo inerte permaneció en el mismo sitio, mirando al vacío y la lengua fuera de la boca, en un rictus grotesco. Por la ventana abierta en par entró una brisa cálida que envolvió el cuerpo ya frío.
Un cuervo graznó en la lejanía.

FIN

Ratas del Espaio (Epílogo Final)


22 – Y UN EPÍLOGO.

                   Unas horas después, nuestros dos amigos se pusieron en camino, de regreso a la ciudad-cúpula de Satur, a bordo de la Zuzu. Ya en pleno vuelo, Cassidy se comunicó con Yugo por radio para informarle de los pormenores de la misión.
- ¿Ya estáis de vuelta? – Preguntó la voz aguda del baski - ¿Cómo os han ido las cosas?
- Oh, perfectas – ironizó Cassidy – Nos robaron el paquete...
- ... Tres veces – apuntilló Mortimer.
- ... Nos atacó un mercenario mitad cyborg, mitad humano, nos atacaron los clientes enfurecidos de un bar, nos enfrentamos a un robot asesino y también nos engañaron. Lo normal, vamos.
- Sois unos quejícas, ¿lo sabíais? – terció Yugo.
- Pues espera a oír lo mejor – espetó Mortimer risueño.
- ¿Lo mejor? ¿A qué te refieres?
- Al diamante – explicó Cassidy – O mejor dicho, al diamante que no existía.
- ¿Diamante? – Yugo fingió sorpresa – No sé de qué me estás hablando...
- Yugo, no me tomes por idiota, ¿de acuerdo? – espetó Cassidy con voz cansada – Te engañaron, al igual que nos engañaron a nosotros, rata miserable; pero claro, tú no te has jugado el pellejo, ¿verdad que no?
- Te repito que no sé de qué me...
- ¡Cállate, babosa miserable! – rugió Cassidy – ¿Te crees que somos idiotas, o qué? Esperabas conseguir ese diamante y así sacarte una pasta gansa por él, mientras a nosotros pensabas pagarnos una miseria. ¡Pues entérate bien, el tiro te salió por la culata, porque no existe ese diamante! ¿¡Lo has oído bien, pequeña rata!?
- No es necesario que chilles tanto – señaló Yugo al fin tras guardar unos segundos de silencio – Creo que puedo ofreceros algo más del precio acordado; después de todo, es justo, ¿no os parece?
- Tranquilo – terció Mortimer en ese momento – Nosotros nos conformamos con el precio acordado. No queremos que pienses que somos unos aprovechados.
- Vaya – espetó con sarcasmo Yugo -, me abruma vuestra generosidad.
- Aún no hemos acabado, Yugo – habló Cassidy – Como bien te ha dicho mi compañero, nos conformaremos con el precio estipulado. No obstante, correrás con los gastos extra.
- ¿Gastos extra? ¿Qué gastos extra? Se suponía que solo teníais que llevar el paquete hasta Rankine y volver, ¿de dónde salen esos gastos extra?
- De la reparación de la nave que le pedimos prestada a nuestro amigo Santos – Le informó Cassidy.
- ¿Nave? – Yugo parecía irritado - ¿Qué nave? ¡Yo no os pedí que cogierais ninguna nave!
- No, tienes razón – señaló Cassidy -, pero pensamos que sería buena idea si íbamos de incógnito a Rankine. Y, bueno, digamos que ha sufrido algún pequeño desperfecto en la pintura.
- ¿Pequeño desperfecto? ¿Cómo de pequeño?
- Bueno... – terció en ese momento Mortimer – Digamos que antes de salir de Satur era totalmente blanca. Ahora ya no se ve el color blanco por ninguna parte.
                   Cassidy cortó la comunicación con el baski justo cuando éste comenzó a jurar en un dialecto casi ininteligible para los oídos humanos, para regocijo de nuestros dos amigos.
- Esto... – apuntó Mortimer cogiendo aire después de tanto reírse -, ¿cómo crees que se lo tomará Santos? Me refiero a lo de la nave, claro.
                   Cassidy meditó unos segundos acerca de la pregunta de su amigo, hasta que al fin respondió.
- Muy mal. Terriblemente mal.
FIN

Ratas del Espacio (Capítulo 21)


21 – FINAL.

                   Yando Yon detuvo una nueva estocada de su amigo, Eri Farrenzo. Las hojas de energía de las espadas que ambos empuñaban en aquel duelo mortal chisporrotearon una vez más. Los dos adversarios retrocedieron unos pasos y se estudiaron detenidamente. Ninguno de ellos estaba cansado y sus miradas eran distintas; la del ex ladrón estaba cargada de interrogantes; ¿qué ha pasado contigo, viejo amigo?, ¿qué te hizo cambiar así?, ¿qué esperas conseguir con este duelo inútil? La mirada de Eri Farrenzo estaba cargada de puro odio, irracional e insaciable. Con un nuevo grito de rabia, se lanzó contra su antiguo compañero.
                     Yando esquivó el golpe de la hoja de su enemigo y lanzó un rodillazo al estómago de éste, pero, lejos de arredrarse con el golpe, su adversario lanzó una nueva estocada que el ex ladrón detuvo a duras penas con su propia espada. Un nuevo chisporroteo bañó el suelo a los pies de ambos contrincantes.
                   Mientras ellos mantenían su duelo, Daya continuaba esquivando a duras penas los embistes del gigantesco robot desguazador de coches, que llevaba impresa en sus circuitos internos la orden de acabar con la mercenaria a toda costa. Avisada por Mortimer, la mujer trataba de colocar al robot en una posición adecuada para que Cassidy, apostado a pocos metros de distancia con un rifle láser de francotirador, se ocupara de él. Decirlo era fácil. Llevarlo a la práctica ya no lo parecía tanto. La muchacha saltó a un lado, rodando por el suelo, para esquivar una de las enormes pinzas prensiles del robot, que golpeó contra una de las pilas de coches desguazados, abollándolos más de lo que ya estaban ellos.
- ¡Coge esto, Daya! – Mortimer le lanzó a la mercenaria el intercomunicador con el cual se comunicaba con su compañero – ¡Cassidy te dirá cuando le tiene en su punto de mira!
                   La mujer recogió el aparato en el aire y se lo colocó en la oreja, todo ello mientras seguía esquivando los ataques de la bestia mecánica.
- ¿Me oyes bien, Daya? – Cassidy probó el sonido de la comunicación con la mercenaria.
- ¡Alto y claro! – gritó la mujer corriendo de un lado para otro.
- Bien, presta atención. Necesito que hagas que ese armatoste se plante delante de mí durante cinco segundos. ¿Podrás hacerlo?
- ¿Tengo otra alternativa? – objetó la mercenaria resoplando ya por el esfuerzo.
- Creo que no – contestó Cassidy.
- ¡Me lo imaginaba!
                   Daya corrió en dirección al lugar que Cassidy le indicó a continuación, seguida de cerca por el robot, que golpeaba una y otra vez con sus pinzas en busca de su objetivo.
- ¡Quieta ahí, Daya! – gritó de pronto Cassidy.
                   Y la muchacha paró. Y aunque no hubiera recibido la orden de Cassidy, hubiera parado igualmente, de lo cansada que se sentía de tanto correr de un lado para otro esquivando al monstruo mecánico. Agotada y rota por el cansancio, se volvió y se encaró con el mastodonte, dispuesta ya a recibir el golpe de gracia. Cerró los ojos, notando los intensos latidos de su corazón, y esperó el final.
                   Y entonces sonó el disparo.
                   Fueron cinco segundos; los mismos que tardó el disparo de Cassidy en alcanzar su objetivo, destruir el módulo de ordenes y hacer que el robot se detuviera. Cinco segundos en los que el robot lanzó un último golpe contra la desprotegida mercenaria. Cinco segundos que Mortimer utilizó para saltar y apartar a Daya del camino de las pinzas del robot. Cinco segundos que la mujer no olvidaría en su vida. Con un sonido metálico chirriante, el enorme engendro quedó inutilizado en el sitio y de su pecho se escaparon aún pequeñas volutas de humo gris y algunas chispas azuladas. Daya abrió los ojos y, viendo ante ella al robot inutilizado, suspiró aliviada.
- Bueno – apuntó sonriendo y resoplando Mortimer -; ahora, a ayudar a Yuni.
                   Yando golpeó con el puño en la cara de Eri, que perdió parte del equilibrio y trastabilló unos metros. Sin embargo, tras recomponerse, lanzó un nuevo ataque, soltando una serie de mortales estocadas con la espada, una de las cuales hirió levemente a Yando en una de las piernas.
                   El cansancio hacía acto de presencia en ambos contendientes. La frente de Eri se mostraba perlada de sudor y el rostro enrojecido por la rabia. Su ex compañero sudaba igualmente, pero, aún así, se mostraba mucho más calmado que él. Eri lanzço una nueva andanada de estocadas y patadas, que Yando fue parando y o esquivando a partes iguales, mientras lanzaba sus propios golpes y estocadas. Dos de las estocadas acertaron a su adversario, una en el muslo de la pierna derecha y otro en el antebrazo izquierdo.
- Vamos a dejarlo ya, Eri – Le sugirió Yando – No quiero hacerte daño.
- ¿Ah, no? – Rugió éste apretándose la herida del antebrazo - ¡Pues entérate bien, yo sí quiero hacértelo a ti! ¡Vamos, sigue luchando!
                   Los dos hombres volvieron al ataque; ahora era Yando el que lanzaba más estocadas y golpes, mientras Eri se defendía como mejor podía. Una de las cuchilladas le hirió otra vez en la pierna ya lesionada anteriormente y el corte le hizo gritar de dolor. No obstante, lo que más le dolía no era la herida en sí, sino el ver cómo su odiado adversario era muy superior a él. Eso le encolerizaba de tal modo que le impedía mantener la calma necesaria para enfrentarse a su ex compañero que, aunque cansado, le iba ganando cada vez más terreno. Rugiendo de rabia, se lanzó una vez más al ataque.
                   Por su parte, Mortimer y Daya habían alcanzado ya la jaula en donde se hallaba Yuni encerrada.
- Hola pequeña – La saludó Mortimer para animarla – Acércate a los barrotes para que pueda echarle un ojo a ese collar, ¿de acuerdo?
- Ten cuidado – Le previno Yuni – El encapuchado me advirtió de no forzarle o se dispararía.
- Tranquila – La calmó Mortimer – Ya he visto estos cacharros más veces. No te preocupes. Déjame ver.
                   El mercenario observó detenidamente el collar de la muchacha. Tras comprobar detenidamente la caja que hacía de candado, extrajo de su cinturón un pequeño fardo de tela que desenrolló y dentro del cual podían verse destornilladores de precisión de varios tamaños y formas. Cogió dos de ellos y empezó a trabajar en la cajita del collar con sumo cuidado.
- Bien – informó a Yuni para no alarmarla – Ahora trataré de abrir la caja; para ello he de quitarle estos dos pequeños tornillos que hay a cada lado de la misma. ¿De acuerdo?
- De acuerdo – respondió la joven.
- ¿Sabes lo que haces, verdad? – Le preguntó Daya.
- Por favor, señorita – espetó Mortimer con falsa ofensa – La duda me ofende.
                   Tras unos interminables tres minutos, los tornillos de la cajita ya estaban quitados y ésta abierta, dejando a la vista un pequeño circuito y un par de cables; uno de color blanco y otro negro.
- Como en las buenas películas de acción de antaño – apuntó divertido Mortimer - ¿Cortamos el cable blanco o el negro, señoritas?
- Oh, vaya – bromeó a su vez Daya para quitarle tensión a la situación - ¿No se suponía que siempre era el cable rojo?
                   Mientras ellos bromeaban, el combate entre Yando y Eri tocaba a su fin justo en el momento en el que el primero, tras bloquear con su antebrazo el brazo armado de su adversario, le atravesaba el estómago con la suya.
                   Eri se llevó las manos a la herida tratando de taponarla. La sangre salía a borbotones y le empapaba las manos. Intentando no caer al suelo, Eri se encaró con Yando por última vez.
- F-Felc-cidades... – balbuceó a duras penas – M-Me h-has g-ganado... D-Disfrútalo mientras p-pued-das...
                   Y cayó al suelo con una sonrisa dibujada en sus labios.
- ¡Yuni...!
                   Yando corrió veloz a rescatar a su hija. Cuando llegó a la jaula, su hija se abalanzó sobre él con los ojos llenos de lágrimas, pero con la felicidad rebosando todo su ser. A un lado de la jaula estaba Mortimer, con el collar de Yuni desconectado en su mano y Daya a su lado.
- Bien está lo que bien acaba, ¿no te parece? – apuntilló sonriente el bonachón mercenario, aunque se arrepintió inmediatamente de sus palabras al ver el rostro cariacontecido de la mujer – Oh, vaya, lo siento. Yo...
- No te preocupes – Le disculpó Daya con amabilidad – Mi padre tiene lo que se buscó. No es culpa de nadie más...
- Lamento mucho que esto haya terminado así, Daya – Se disculpó a su vez Yando.
- Olvídalo – Le exculpó la mujer – Tú hiciste lo que él te obligó. Lamento haber utilizado a tu hija. Lo siento de veras.
- Tonterías – espetó Yando – No tienes por qué disculparte. Las acciones de tu padre nos han perjudicado a ambos, a ti incluso más. Debemos mirar al futuro y seguir adelante, por duro que pueda ser.
- Dices bien – terció en ese momento Cassidy, que le lanzó un objeto que Yando cogió al vuelo. Era el dispositivo que su amigo llevaba en el pecho antes de morir.
- Eri te engañó – Le explicó Cassidy – Ese dispositivo era falso, dudo mucho que pudiera activar el collar de Yuni. Buscaba que lo mataras, de un modo o de otro.
- Ya... – El ex ladrón apretó el dispositivo entre sus dedos -, pero eso no hace más llevadero el hecho de haber tenido que matar al que un día fue mi mejor amigo.
- Mi padre se perdió hace ya tiempo, créeme – Le contó Daya – El recuerdo del día en el que lo abandonaste a su suerte tras aquellos muros le perseguía allá donde fuera. Como tú bien has dicho hace un momento, hemos de olvidar este día y seguir adelante.
- Y para ello – terció en ese momento Mortimer -, ¿qué os parece si nos vamos a tomar unas birras al “Ojo de Delcost”, eh?
- Dudo mucho que os dejen entrar ahí otra vez – apuntó Yuni -, sobre todo después de la que armasteis con el encapuchado.
- Oh, vaya, es verdad – Mortimer se ruborizó al recordar lo ocurrido con Raikon - ¿Conocéis de algún otro lugar en el cual podamos tomarnos algo?
- ¿Qué tal en mi casa? – indicó Yando.
- Por mí, perfecto – Señaló Mortimer.

CONTINÚA

Ratas del Espacio (Capítulo 20)


20 – ENFRENTAMIENTOS.

                   Pulsando el botón de un mando a distancia de una grúa, Eri Farrenzo puso en marcha el brazo robótico de la misma, del que pendía en ese momento una jaula metálica y en cuyo interior podía verse a Yuni.
- Mal asunto – Cassidy le habló a su compañero Mortimer a través del intercomunicador de su oreja -; veo a Yuni en una jaula.
- ¿En serio? – Su compañero seguía intentando escalar el muro, colocando para tal fin los capós desmontados de un par de coches, de los muchos que había abandonados por las afueras del propio desguace, contra la pared del mismo – Ya casi estoy arriba; ¿cómo es la jaula? ¿Ves algo raro o anómalo en ella?
- ¿Algo raro? – Preguntó Cassidy extrañado ante la pregunta de su amigo - ¿A qué te refieres? Es una jaula corriente, como cualquier otra jaula normal y corriente.
- Lo dudo mucho, compañero... – Mortimer resopló ante el esfuerzo final de subir al muro – Piénsalo bien; conoces a tu enemigo y a la hija de tu enemigo; ¿la meterías en una jaula normal y corriente?
- Hum... – Cassidy meditó sobre las palabras de su amigo - ¿Crees que Eri se guarda un as en la manga?
- Yo me apostaría mi salario del mes a que sí.
- Tú no tienes salario.
- Eso, eso... – Espetó burlón su compañero – Tú recuérdamelo.
                   Cassidy apuntó con su rifle en dirección a la jaula de Yuni y la observó con detenimiento con ayuda de la mira telescópica del arma.
- Barrotes gruesos, de metal – Le fue explicando a su amigo lo que veía - Parecen resistentes. La cerradura es del tamaño de un foco de aerodeslizador.
- Hum, bien. Sigue – Mortimer saltó a duras penas sobre un coche y comenzó a escalar sobre la pila de restos oxidados en busca de una mejor posición - ¿Puedes ver desde tu posición cómo es el suelo de la jaula?
- A duras penas – Le respondió su compañero – Parece metálico y está agujereado.
- ¿No ves nada más que te parezca raro?
- Déjame ver... – Cassidy enfocó la mira telescópica para examinar la jaula de arriba a abjo – Oh, vaya.
- ¿Oh, vaya? ¿Cómo que “oh, vaya”?
- Yuni lleva al cuello un collar muy extraño. Tiene una especie de cajita a modo de candado.
- ... El collar está electrificado – concluyó Mortimer.
- Espera un poco...
- ¿Qué ocurre ahora? – Mortimer escaló sobre un nuevo coche oxidado.
- Parece que Eri le ha arrojado a Yando un arma, una espada de energía. Ahora le está mostrando algo que tiene en su cuerpo. Es una especie de dispositivo en forma de disco metálico incrustado en su pecho. ¿Qué crees que puede ser ese cacharro?
- Un mal asunto, amigo mío – espetó Mortimer – Un mal asunto.
                   Yando Yon observó una vez más el arma caída en el suelo delante de él. Era una espada suki, cuya hoja de energía podía cortar hasta las rocas. Eri Farrenzo sostenía en su mano derecha otra espada similar. Lo que más le preocupaba en ese momento era el dispositivo que su ex compañero le mostró incrustado en su pecho. Dicho dispositivo estaba conectado directamente al corazón de su amigo.
- Observa bien este aparatito – Le indicó éste señalando el dispositivo – Está conectado al collar que lleva tu hija al cuello; al igual que este disparador – Eri le mostró en su mano el disparador que activaba el collar de Yuni - Si muero, activará el collar y tu hija recibirá una descarga eléctrica. Así pues, compañero, si te mato, tu hija sufrirá; y si me matas, tú serás el que sufra.
- ¡Eres un cobarde!
- ¡Vamos! – Le apremió su amigo con furia - ¡Coge la espada!
- Me niego – objetó Yando – No voy a luchar contigo.
- Eres bastante predecible – Le espetó su amigo -, ¿lo sabías? Coge esa espada ahora mismo o verás cómo sufre tu hija.
                   Para secundar sus palabras, el ex ladrón pulsó el disparador del collar de Yuni, apenas un par de segundos, y una descarga eléctrica sacudió a la joven, que cayó de rodillas sobre el suelo de la jaula profiriendo dolorosos gritos.
- ¡Maldito...! - Muy a su pesar, Yando recogió el arma del suelo.
- Bien – espetó triunfante Eri – Así me gusta. Y ahora, querido “amigo”, espero que te entregues en cuerpo y alma en nuestro último baile, de lo contrario me decepcionarías enormemente.
- ¡Detén esta locura, padre! – Terció en ese momento Daya, que había permanecido en silencio hasta ese instante.
- ¡Cállate! – Le espetó su padre con enojo - ¡Llevo esperando este momento durante mucho tiempo! Tranquila, también tengo un regalito para ti.
                   Daya vio cómo su padre activaba un tercer botón del mando de la grúa. Justo en ese momento, un enorme robot desguazador de coches, de unos cuatro metros de alto, ruedas triangulares de oruga y pinzas prensiles en cada uno de sus brazos, entró en funcionamiento y se dirigió contra ella.
- Está programado para aplastarte – Le explicó su padre -; con esto mantendremos ocupados a tus dos amigos; oh, sí, no me mires con esa cara de asombro, sé que habéis traído compañía – El padre de la mercenaria se volvió entonces hacia su ex amigo - Y ahora, a lo que íbamos. ¡Defiéndete!
                   Eri se lanzó contra su antiguo compañero blandiendo en alto la espada de energía. Yando Yon mantuvo su posición sin moverse del sitio, aguardando el ataque del ladrón para, en el último instante, bloquearlo con su espada. Las dos armas soltaron un abanico de chispas azuladas al chocar entre sí.
                   El robot se abalanzó sobre Daya que, con un ágil salto, esquivó la embestida de la máquina. El gigante metálico giró sobre sí mismo y contraatacó lanzando un golpe con una de sus tenazas. La mujer rodó por el suelo para esquivarla y el golpe aplastó la chapa de uno de los coches amontonados.
- ¡Daya tiene problemas! – Le comunicó Cassidy a su amigo.
- ¡Lo veo, lo veo! – apuntó Mortimer - ¿Puedes hacer algo al respecto? Ya estoy casi junto a la jaula.
- Imposible – confirmó su compañero – Ese mastodonte metálico no para quieto y no tengo visibilidad clara de su parte débil.
- Mierda... – Mortimer miró a la jaula por unos segundos y luego observó a Daya esquivando los ataques del robot - ¿Qué parte de esa mala bestia necesitas ver en concreto? – preguntó al final descendiendo de la pila de coches.
- Su módulo de órdenes – Le explicó Cassidy – Es un panel de circuitos que se introduce en una ranura situada en la parte delantera del robot, a la altura de su cintura. Si logro acertarle en esa zona, le detendremos.
- ... Claro, como suena tan fácil – Ironizó Mortimer saltando por fin al suelo y poniéndose a gritar como un poseso para llamar la atención del robot - ¡Eh, armatoste! ¡Eh, eh! ¡Vamos, montón de chatarra, ven por aquí!
                   El robot ignoró completamente los gritos de Mortimer quien, por más que gritaba y hacía aspavientos con los brazos levantados en alto, no lograba atraer la atención del gigante metálico.
- Esto no funciona, compañero – informó a Cassidy – Ese montón de hojalata parece estar obsesionado con la muchacha.
- Es por el módulo de órdenes – Le explicó su amigo – Su único objetivo es Daya y no se detendrá hasta que acabe con ella.
- Bien. Entonces aprovecharé que me ignora para plantarme delante de él y dispararle en ese módulo del demonio.
- Negativo – Le disuadió su amigo – Su objetivo será la chica, pero no dudará en destruir todo aquello que se ponga en su camino para llegar hasta ella. Dile a Daya que haga lo posible por ponérmele en una buena posición y yo haré el resto.
- A la orden, compañero. Y asegúrate de no errar el tiro, ¿de acuerdo?
- Me ofendes – espetó Cassidy fingiendo estar molesto -, ¿cuándo he fallado yo un tiro?

CONTINÚA

Ratas del Espacio (Capítulo 19)


19 – PLANIFICANDO.

                   Los presentes en la pequeña sala contenían el aliento aún, temerosos de que cualquier ruido, por pequeño que este fuera, provocase algún desafortunado percance más. Daya seguía apuntando con la ballesta. Su pulso temblaba y sus ojos estaban bañados en lágrimas. Yando Yon permanecía inmóvil delante de ella. Su mejilla derecha presentaba un ligero rasguño del que asomaban pequeñas gotitas de sangre. Detrás de él, incrustado en la pared, podía verse el virote disparado unos segundos antes por la mercenaria.
- Como iba diciendo... – Yando rompió por fin el terrible silencio que reinaba en el angosto espacio de la sala –; Eri Farrenzo es quien tiene el diamante. Cuando entramos a robarle en el palacio de Tan Zar, burlamos con muchas dificultades las medidas de seguridad del mismo y nos hicimos con la piedra. Por desgracia, cuando nos disponíamos a escalar el muro del palacio para salir de allí, Eri cayó dentro de una de las trampas. Yo fui herido gravemente en el brazo justo cuando escalaba el muro y no pude hacer nada para ayudarle, así que escalé el resto del muro como pude y abandoné el lugar, dejándole allí dentro y con el diamante en su poder.
- La versión que circula por ahí de la historia es que sí pudiste robar el diamante – Intervino en ese momento Cassidy -, pero que dijiste a tus compañeros de la banda que no para evitarte problemas en el futuro...
- Como el que nos ha reunido hoy aquí, por ejemplo – ironizó Yando – No, no me llevé conmigo el diamante. De haberle tenido en mi poder, lo habría dejado allí dentro igualmente. Hacer lo contrario habría significado insultar la memoria del amigo que dejé tras aquellos muros.
- Amigo que ahora intenta matarte – apuntó Mortimer -; ¿quién quiere enemigos teniendo amigos como ese?
- Sí – Yando aceptó taciturno la puya de Mortimer -; supongo que cree que yo le abandoné aquel día. Si pudiera hablar con él le haría entrar en razón, le aclararía todo lo que ocurrió...
- ¿Conoces la cuna del sol? – Le preguntó Mortimer recordando la advertencia que le hiciera en su momento Eri.
- ¿Quién te mencionó ese lugar? ¿Fue él?
- Sí – Contestó Mortimer – Me dijo que si querías volver a ver a tu hija fueras a ese sitio. ¿Lo conoces?
- Por supuesto – afirmó Yando – Allí fue donde nos hicimos amigos.
- Qué poético – Intervino Cassidy con tono irónico - ¿Tienes algún mapa de la zona o del lugar en cuestión?
- ¿Para qué? – Quiso saber Yando.
- Porque estoy cansado de llevarme sorpresas inesperadas – explicó Cassidy – Quiero estar preparado ante una posible emboscada.
- No, no tengo mapas – explicó Yando -, pero puedo hacerte un pequeño plano en pocos segundos.
- Bien – sentenció Cassidy complacido – Irina...
- Daya – Le corrigió la mercenaria con voz apagada y secándose las lágrimas con el dorso de la mano – Me llamo Daya Drenkov.
- Bien, Daya – Convino Cassidy - ¿Estás con nosotros?
- Creo que no debería – contestó la mujer cabizbaja - Soy la hija de Eri Farrenzo.
- ¿La hija? – Mortimer abrió los ojos de par en par ante la sorpresa de la noticia.
- Entiendo – Cassidy sopesó la respuesta de la mercenaria durante unos segundos y añadió por fin -; aún así, ¿sigues con nosotros?
- ¿Confías en mí? – Daya se mostró sorprendida ante la petición del mercenario.
- ¿Y por qué razón no habría de hacerlo? – La preguntó Cassidy – Tú, al igual que nosotros dos, has sido utilizada por terceras personas. Así pues; ¿puedo contar contigo?
- Dile que sí – Le pidió Mortimer con sorna – Cuando se le mete algo en la cabeza, se vuelve de lo más pesado. Vaya que sí.
                   En cuestión de minutos elaboraron un plan de acción de acorde al plano detallado por Yando en una holo-hoja, una lámina de plexo-plástico con un borde de metal en uno de sus costados, de un centímetro de anchura y medio de grosor, a modo de lomo, donde se puede escribir con un lápiz táctil como si de una hoja de papel normal se tratase, pero con la facultad de poder almacenar en su micromemoria los datos en ella escritos.
                   Según el mapa en cuestión, el lugar estaba situado en un antiguo desguace de coches, apilados unos con otros formando un gran círculo, rodeados a su vez por un muro de unos dos metros de alto, a cuyo centro se accedía por una abertura creada en el mismo, un lugar ideal para tenderle una emboscada a alguien si sabes aprovechar el entorno adecuadamente. Mientras Yando Yon y Mortimer debatían los últimos detalles del plan, Daya se llevó a un lado a Cassidy.
- Cuando estemos allí... – habló casi en voz baja -, ¿qué pasará con mi padre?
- No te preocupes – La tranquilizó Cassidy -, solo estaremos allí para proteger a Yuni y a Yando. Si tenemos suerte y Yando convence a tu padre de su equivocación, todo se arreglará enseguida.
- Ya – Le interrumpió Daya -, pero ¿y si no se arregla? ¿Qué pasará con mi padre? ¿Lo matarás?
- Te prometo – Cassidy apoyó sus manos sobre los hombros de Daya – que haré todo lo que esté en mis manos para que tu padre entre en razón. Te doy mi palabra.
- No conoces a mi padre – Le advirtió la mujer – Está verdaderamente obsesionado con Yando. No creo que se atenga a razones en cuanto lo vea.
- Bueno – dijo Cassidy con serenidad – Esperemos por su bien que lo haga. Cruza los dedos, ¿vale?
                   Una hora después, tal y como habían acordado, el grupo se detuvo en un lugar situado a un kilómetro de distancia del desguace y se dividió. Así, mientras Cassidy y Mortimer bordeaban el camino, cada uno por un lado y siempre ocultos, Yando llegó al lugar de reunión en solitario.
                   Tal y como Cassidy predijo, nada más atravesar la entrada al círculo formado por los coches desguazados apilados entre sí, la misma fue bloqueada por un par de coches colocados por un robot grúa, máquinas éstas utilizadas para recoger y desguazar los vehículos allí llevados. El sol despuntaba ya por entre los restos de coches abandonados.
- La cuna del sol – apuntó con tristeza Yando.
- Supongo que este lugar te traerá recuerdos, ¿verdad, viejo “amigo”? – La voz de Eri Farrenzo resonó entre los restos de los coches cuando recalcó con desdén la palabra amigo – Lo consideré un lugar apropiado para nuestro reencuentro. ¿Qué te parece mi idea?
- Tanto tiempo que llevas buscándome, ¿y ahora te escondes?
- ¿Esconderme? – Eri rió abiertamente y apareció ante su ex compañero subido en lo alto del montón de vehículos – Mira quién habla de esconderse. Viniste aquí para ocultar tus pecados, ¿no es cierto?
- ¿Pecados? – Yando se mostró sereno ante la puya de su viejo amigo - ¿Desde cuándo es un pecado proteger a los tuyos, Eri?
- ¿Proteger, dices? ¡Ja! – espetó su amigo con odio - ¿Y qué hay de mí, eh? ¿También me protegías cuando me abandonaste en aquel lugar?
- No te abandoné. Debes creerme – Se explicó Yando sin esperar que su amigo lo entendiera – Te creí muerto, por eso me fui sin ti.
- ¡Mientes! – gritó furioso su amigo - ¡Me abandonaste allí como un cobarde! ¡Huiste dejándome a mi suerte en aquel sitio!
- Sabes que eso no es cierto – Siguió hablando Yando – Las ráfagas de aquella torreta láser te alcanzaron y caíste en el foso. Te vi caer y te creí muerto, por eso me fui sin ti. ¡Tienes que creerme, amigo!
- ¡Deja de llamarme amigo! – Le espetó Eri con furia - ¡Llenas tu boca con mentiras y te las crees, así como se las haces creer a los que te rodean! Eres un embustero y lo sabes.
- ¿Embustero yo? ¿Y qué me dices de ti, eh? – Le espetó Yando a su vez – Le mentiste a tu hija, ¡a tu propia hija!, diciéndola que yo tenía el diamante, cuando ambos sabemos que eso no es cierto, ¿verdad?
- ¿Y qué más da una pequeña mentira con tal de hacerte salir de tu escondrijo, rata embustera? – sentenció tajante Eri – Los jóvenes de este lugar están desesperados por el dinero, te lo aseguro. Mi hija no es una excepción, créeme.
- ¿No te da vergüenza utilizar a tu hija para encontrarme?
– Para, por favor, vas a conmoverme - El ladrón rió con sorna – Sí, la engañé haciéndola ver que tú te habías llevado el diamante. Una vez convencida de ello, cosa que no me costó mucho hacer, planeamos el resto juntos. Ella contactó por satélite con un intermediario en Satur, para que enviara aquí a tu hija bajo la protección de algún guardaespaldas, con la excusa de que querías verla por última vez. Yo, por mi parte, contraté a otro mercenario para que la secuestrara a su vez y me la entregase a mí. Sabía que estarías siguiéndoles la pista a los encargados de traer aquí a tu hija. El resto ya lo sabes.
- Creo que aquel accidente te dañó más seriamente de lo que piensas, Eri. ¿Qué crees que pensará tu hija cuando sepa todo esto? ¿Cómo crees que se sentirá, eh?
- ¡Me importa una mierda mi hija, bastardo! – rugió furioso Eri - ¡Solo me interesa destrozarte y hacerte pagar por tu traición!
- ¿Lo has oído, Daya? – Yando lanzó la pregunta al aire.
- Sí – La mujer se materializó de repente junto a Yando, con los ojos cubiertos de lágrimas – Lo he oído todo.
- Vaya – rió contrariado el padre de la mercenaria – Es la segunda vez que me engañan con ese truquito de la invisibilidad. No obstante, he de confesaros que yo también tengo mis propios trucos, por algo era el estratega del grupo por aquel entonces. Permitidme que os los muestre, por favor.
                   Cassidy escaló ágilmente el muro medio derruido que bordeaba el desguace de coches por esa zona y, saltando desde él, se encaramó sobre la pila de chatarra que formaban los vehículos desguazados amontonados entre sí. Se agachó sobre uno de los coches, apuntó con el rifle láser de francotirador que Yando le había prestado, y observó atentamente a través de la mira telescópica del arma el singular encuentro que se producía allí en ese instante. Enfrente suyo, a unos cien metros de distancia, Yando Yon y Daya mantenían una conversación con Eri Farrenzo, antiguo amigo y compañero del ex ladrón, empeñado en hacerle pagar antiguas deudas.
- ¿Me recibes, compañero? – Cassidy habló por el intercomunicador adosado a su oreja.
- Alto y claro como el cielo en un día de agosto, camarada – Bromeó al otro lado Mortimer.
- ¿Ya estás en posición?
- Aún no – respondió Mortimer -; me ha surgido un pequeño “problema”.
- ¿Cómo de pequeño? – Quiso saber Cassidy intrigado.
- Como de dos metros de alto – respondió Mortimer mirando hacia lo alto del muro que tenía enfrente.
- Date prisa – Le apremió su amigo -, te quiero en posición en menos de cinco minutos.
- Ya voy, ya voy – Mortimer cortó la comunicación con su compañero y observó de nuevo el muro – Qué prisas tiene, leches.
CONTINÚA

la Pirámide 2. Mr. Rowlins


La Pirámide 2. Mr. Rowlins. 

“Sus puños son como machetes de carnicero
y antes de golpearte sonríe primero.
Te mira a los ojos con desprecio
y descubre todos tus pecados en ellos.
Ríe, el señor Rowlins, alto, negro y corpulento,
enfundado en su abrigo de cuero negro”

PRÓLOGO

                   Era viernes y ya casi de noche. El “Obregón” no era un bar muy grande, pero sí bastante acogedor tratándose de un local situado a las afueras de la ciudad. Tenía una larga barra en forma de “ele”, de unos seis metros de largo, con seis taburetes frente a ella. Cuatro mesas cuadradas, con dos sillas cada una, estaban colocadas delante del ventanal del establecimiento donde, la luz que atravesaba la persiana medio abierta que lo cubría casi hasta la mitad, jugaba caprichosamente con las sombras que ésta proyectaba en el interior. Un estrecho pasillo separaba la barra y los taburetes de las mesas. Tras la barra, el dueño del bar limpiaba con un paño húmedo la superficie lacada de la misma. En la mesa del fondo del local, sentado en la silla que le permitía ver la puerta de entrada, un hombre haitiano, enorme y enfundado en un abrigo de cuero negro, leía la sección de deportes del periódico que tenía abierto delante de él. Sobre la mesa aún humeaba tenuemente una taza de café.
                   En la vieja máquina jukebox que se veía junto a la mesa ocupada por el haitiano, y con el volumen puesto a medias, sonaba la canción “It’s now or never”, de Elvis Preysley. En ese momento, las campanillas que colgaban sobre la puerta de la entrada anunciaban la llegada de un nuevo cliente.
                   El haitiano detuvo unos segundos su lectura y observó al recién llegado. Era un muchacho algo joven y parecía nervioso, dadas sus continúas miradas recelosas a uno y otro lado del local. Vestía unos tejanos gastados por las rodillas, una cazadora de cuero negro y un gorro de lana fina, de color gris y con las siglas U.S.A. estampadas en él con los colores blanco, azul y rojo.
- ¿Qué va a ser? – Preguntó el barman al recién llegado.
- U-Un vodka martini; mezclado. Agitado, no revuelto – El muchacho intentó aparentar tranquilidad en su estado de ánimo cuando hizo la broma.
- Ya... – El barman arrojó con desgana el paño húmedo en un barreño con agua y se dispuso a atender la petición del cliente.
                   En ese momento, el haitiano se levantó de su asiento con cierta dificultad y se encaminó hacia el recién llegado. Cuando el hombre se puso en pie y se colocó adecuadamente su abrigo de cuero negro, quedó bien clara una cosa; era enorme. Medía por lo menos dos metros y trece centímetros de alto, sus hombros eran muy anchos y su espalda robusta. Su cabeza era calva, su nariz gruesa, su mandíbula era ancha y su fino bigote y su perilla se unían cerca de la comisura de los labios. El muchacho le observó detenidamente, de arriba a abajo, y las piernas le temblaron de la impresión.
                   Con pasos pausados, pero seguros, el enorme haitiano llegó hasta el lugar que ocupaba el muchacho y se quedó plantado detrás de él. El joven, con sus piernas aún temblándole por los nervios y el miedo, no se atrevió siquiera a volver la vista hacia el haitiano que, lentamente, inclinó su cabeza cerca de la de éste y le olisqueó con parsimonia.
- Dime, muchacho – Habló tranquilo y sereno, pero con una voz grave y profunda -, ¿piensas hacer lo que me imagino con esa navaja que ocultas en el bolsillo trasero de tu pantalón?
- ¿P-Perdona? – Extrañamente, la frente del muchacho comenzó a sudar copiosamente - ¿A-A q-que t-te refieres, c-colega? – Tartamudeó, luego de tragar saliva con dificultad.
- ¿Sabes? – Continuó hablando el haitiano al oído del tembloroso joven – Hay que tenerlos muy bien puestos para presentarse aquí, en mi bar favorito, y tratar de atracarle estando yo presente. Pero que muy bien puestos.
- Y-Yo, y-yo... – Balbuceó el muchacho.
- Escúchame bien, alfeñique – La voz del haitiano adquirió un tono ligeramente más duro – Coge esa navajita que ocultas en tu pantalón y vete con ella lo más lejos posible, donde quiera que sea, pero que yo no vuelva a verte el pelo, ¿de acuerdo? – El muchacho tragó saliva a duras penas y asintió convulsivamente – Bien, porque si vuelvo a verte por aquí otro día, te aseguro que la orina que ahora moja tus pantalones y tus zapatillas será el menor de tus problemas; ¿te queda claro? – El joven boqueó repetidas veces intentando coger aire, al tiempo que asentía de nuevo – Pues entonces, largo de aquí... ¡Vamos!
                   El muchacho patinó dos veces sobre el charco de orín antes de recuperar la suficiente fuerza de voluntad como para que sus piernas le obedecieran y así poder llegar a la puerta y salir huyendo del local.
- ¡Joder, Rowlins! – Exclamó riendo el barman al ver escapar al muchacho como alma que lleva el diablo - ¿Cómo coño lo supiste?
- Algunos lo llevan escrito en la frente – Le contestó el haitiano con tranquilidad mientras posaba un billete sobre la barra – Anda, cóbrame el café, Charlie.
- ¡Por favor! – El barman rehusó coger el billete – Invita la casa, faltaría más.
- Bueno – El haitiano recogió el billete y se lo guardó de nuevo -, pero tendrás que limpiar el “recadito” que te ha dejado en el suelo ese pelagatos – Le informó mientras se encaminaba hacia la puerta – Buenas noches, Charlie.
- Buenas noches, Rowlins – Le despidió el barman.
                   Rowlins abandonó el local y se internó en las sombras del callejón colindante para acortar camino; gustaba de usar los lugares poco iluminados como ese para transitar, de ese modo podía pasar casi inadvertido entre los viandantes. Un par de minutos después de abandonar el bar, de uno de los bolsillos internos de su abrigo salió una musiquilla que le informó de una llamada entrante. El haitiano contestó a la llamada.
- ¿Señor Rowlins? – La voz de un hombre mayor sonó al otro lado del aparato – Necesitamos de su presencia en la base de inmediato.
- De acuerdo – El haitiano respondió con voz serena – Estaré allí en una hora.
- Bien.
                   Rowlins guardó de nuevo su teléfono en el bolsillo. Miró al cielo y se quedó observando a la luna, que esa noche bañaba las calles con sus plateados rayos. Suspiró profundamente y se puso nuevamente en camino. Tarareando entre dientes el tema “It’s now or never”, se perdió entre las sombras de los callejones.

CONTINÚA