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LA VIEJA PLAZA


LA VIEJA PLAZA. Por El Abuelo.


                                   Azul pálido, así era el color del cielo por aquellos días. Un  azul pálido que teñía de cierto aire nostálgico el ambiente. Algunas pequeñas nubes moteaban la línea  del desdibujado horizonte. Las chimeneas de las apiñadas casas de piedra  vomitaban su claustrofóbico humo gris, en un vano intento de  taponar el cielo de la tarde. Una leve brisa  esparcía hacia el horizonte el humo vomitado por esas chimeneas, al tiempo que acariciaba nuestra piel con su cálida mano invisible.
                            Los árboles, mecidos dulcemente por la suave brisa, dejaban caer al suelo algunas de sus hojas, formando así una tupida alfombra a su  alrededor. El  viejo  arroyo, que atravesaba la plaza por uno de sus costados,  emitía a su paso un  suave murmullo que adormecía los sentidos, dándole a uno la sensación de ser acunado por los brazos de una madre amorosa.
                            El tañir de una vieja campana anunciaba las horas, y su sonido, al igual  que el humo de las chimeneas, era también arrastrado por la suave brisa. La lejana  sirena  de la fábrica anunciaba, a su vez, un nuevo cambio  de turno y su ronco sonido traía consigo las voces apagadas de los trabajadores  que entraban y salían de la fábrica.
                            Los pequeños gorriones, al igual que soldados de un imaginario regimiento de infantería, formaban dispersas filas sobre los cables de la línea eléctrica del pueblo. Algunos de ellos, como si de patrulleros aéreos se tratase, sobrevolaban la plaza en pequeñas bandadas.
                            Tres gatos callejeros jugueteaban entre ellos a un inocente "tu  la  piíllas", ajenos a lo que les rodeaba mientras  que, de lejos, eran observados por Puskas, un viejo perro que estaba amarrado frente a su caseta con una vieja cadena.
                            Un viejo Renault 5, color granate, guardaba su sitio en la plaza, silencioso e inmóvil, a la espera de que su dueño se dignara a hacer uso de él para ir a la capital, o para acercarle hasta su  lugar de trabajo. Cercano a él, un viejo Seiscientos enroñecido, de color blanco, hacía lo propio bajo la tejabana del pequeño cobertizo que le servía a modo de garaje. Una apacible paz bañaba toda la plaza....
                             Y toda la paz que llenaba la vieja plaza, era  rota  alegremente por la algarabía de la chiquillada que gobernaba el lugar en aquel año. Pequeños y grandes se mezclaban en la plaza, en un loco maremagnum de apoteósico júbilo y alocada juventud. Todos ellos eran jóvenes, gamberros y felices,  y contagiaban a todo el que los veía de esa felicidad.
                            Los mayores, contagiados de esa locura, se asomaban a los balcones para disfrutar de esos juegos. Unos, arropados en el jubiloso frenesí del juego, arengaban a unos y otros. Los demás, acomodados en el regazo de la serenidad, se limitaban a contemplarles con dejada placidez. Todos ellos, no obstante, comulgaban en una misma razón, disfrutar como niños de esa algarabía.
                            Eran mediados los ochenta cuando aquella cálida brisa nos envolvía a todos. El cálido sol acariciaba nuestra piel durante nuestros juegos, reconfortándonos, arrullándonos en su regazo y la luna, con sus tibios rayos plateados, nos acostaba cada noche en nuestras camas. Todavía éramos unos críos, y en nuestras mentes, sobre cualquier otra cosa, solo había una única preocupación, divertirse.
                            En el frío otoño de mediados de los noventa, la dulce brisa se tornó frío viento...  La fría lluvia de otoño regó las calles y se llevó tras ella nuestra niñez.... Y el barrio se quedó algo vacío.
                            El frío invierno de finales de los noventa nos fue alejando de la vieja plaza. Un aire de enfermiza nostalgia comenzó a bañar las callejuelas de la vieja plaza. El viejo Renault 5 y el enroñecido Seiscientos partieron hace ya tiempo hacia el desguace.                                                                                                                          El viejo riachuelo siguió murmurando a su paso, pero sonaba  con cierta apatía, como si echara en falta a aquellos niños de antaño. Los viejos árboles siguieron esparciendo por el suelo sus viejas hojas y la vieja campana siguió tocando las horas.... y, con cada tañir de su badajo, parecía llamar a esos niños que jugaban en la vieja plaza.
                            .... Y un día, la cálida brisa volvió a la plaza. Hoy, a principios  del nuevo milenio, nuevos niños jugarán en la vieja plaza. Y sus risas y juegos  bañarán de nuevo estas calles.
                            Todo comenzó en los ochenta. Todo sigue igual en este nuevo año. La vieja plaza sigue adelante.




                                   -FIN-

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