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Bastardo del Caos. Capítulo 1

1 – El viejo Otis

                   Está tumbado boca abajo, con la cara de lado. Los rayos de sol acarician su piel y le dan calor en la mejilla. Abre los ojos lentamente y la luz le provoca una punzada de dolor en el entrecejo. Todo está borroso. Trata de moverse, pero el cuerpo no le responde. Siente náuseas. Una bocanada de agua sube por su garganta y escapa de su boca tras una fuerte arcada. Oye pasos y una voz cerca de él, pero, al intentar moverse, vuelve a caer en la inconsciencia. Todo a su alrededor es oscuridad.
                   Vuelven las arcadas, con un nuevo vómito de agua y algo de tos. Alguien lo zarandea y le da pequeños sopapos. Abre los ojos, pero su visión sigue siendo borrosa. Regresa la inconsciencia y, con ella, la oscuridad. Ve a sus padres a lo lejos, y trata de alcanzarles, pero ellos no le esperan. Les ve darse la vuelta y alejarse de él, que les llama con todas sus fuerzas, pero no le hacen caso. Entonces él rompe a llorar.
***
                   Abre los ojos poco a poco. Su vista, aún borrosa, se va aclarando poco a poco. Tiene la garganta reseca y le duele todo el cuerpo. Alguien le ayuda a incorporarse y le acerca un vaso a la boca.
— Ahí tá, nene. Ahí tá —La voz carrasposa de un anciano le conmina a probar del vaso que le ofrece—. Bébetela tóa. Bébetela. T’ayudará.
                   Samael agarra el vaso con manos temblorosas y da un sorbo. El líquido desciende por su garganta y el sabor a vino con especias inunda su paladar. El brebaje, caliente, recorre el interior de su cuerpo como una agradable ola.
— ¿Tá caliente, veldad? —El anciano ríe quedamente— Sí, sí lo tá. Bueno p’al cuelpo, nene. Mú bueno.
                   Samael tose un par de veces y el anciano le golpea en la espalda para ayudarle a reponerse. El muchacho echa una ojeada al lugar en el que se encuentran. Están sentados, el anciano y él, sobre un destartalado colchón lleno de bultos. Se hallan en un pequeño cuarto, con diversos trastos amontonados en varios sitios. La luz del sol entra en la estancia por una pequeña ventana situada en una de las paredes. Las motitas de polvo danzan en los rayos de luz como microscópicas estrellas.
— Come, nene.
                   El anciano le pasa un cuenco, con gachas calientes y humeantes, y una cuchara de madera. Samael los coge y prueba un pequeño bocado, que le quema la punta de la lengua.
— Tú come, nene —Le apremia sonriendo el hombre—. Caliente. Caliente.
                   Samael obedece y se obliga a comer. La comida le resulta más sabrosa de lo que esperaba y, segundos después, se sorprende a sí mismo devorando con avidez el resto de las gachas.
— No prisa, no prisa —El anciano ríe complacido ante el voraz apetito del chico—. Buena comida hace Otis ¿sí?
— ¿Tú… eres… Otis?
— Sí, sí. Otis —El anciano se señala en el pecho con una mano—. ¿Y tú, nene?
                   Samael se queda callado en ese momento, y su mente se vuelve ausente. Agacha taciturno la cabeza y responde entre dientes.
— No lo sé…
***
                   Se queda el resto del día en el cuarto, sentado sobre el desvencijado colchón con las piernas dobladas, los brazos rodeándolas y la cara hundida entre las rodillas. Pasa encerrado en ese pequeño cuarto las dos semanas siguientes. No habla apenas nada, solo algún monosílabo de cuando en cuando. Permanece sentado en el colchón sin hacer nada. Otis se pasa por allí cada poco; bien con alguna de las comidas, bien para hacerle un poco de compañía. Se sienta a su lado y ambos permanecen en silencio en la habitación. El muchacho llora por las noches y permanece callado por el día. Come cuando Otis le trae la comida y duerme cuando la luz del sol deja de entrar por la ventana. Al decimoquinto día de encierro su estado de ánimo mejora levemente. Siente la necesidad de salir a la calle, de sentir el sol en su cara y el aire limpio en sus pulmones.
***
                   Se levanta del colchón con cierta dificultad, pues está algo débil. Al ponerse en pie siente un leve mareo que le hace tambalearse un poco. Sale del cuarto y cruza un corto y estrecho pasillo, que da a una rústica y sencilla cocina, donde se ven una mesa y una silla de madera, presas ambas hace tiempo de las polillas. Abre la puerta que da a la calle, haciendo chirriar sus bisagras, y sale al exterior. La luz del sol le hace daño en los ojos y se ve forzado a cerrarlos de golpe. Para poder habituar la vista a la claridad del día, hace visera con la mano derecha, mientras echa una ojeada a su alrededor.
                   Una valla de madera, formada con maderos largos clavados horizontalmente a estacas, rodea las pocas propiedades del viejo Otis; la pequeña casa, un destartalado cobertizo, una fuente de agua, un abrevadero de piedra, una huerta, una vieja mula y una carreta de dos ruedas.
— Hola, nene.
                   El anciano le saluda al verle. Está cortando leña sobre un tocón de madera. Samael se acerca a él y le devuelve el saludo.
— ¿Ya recueldas tu nombre, nene? —El viejo le hace la pregunta sin apenas mirarle, siguiendo con su labor.
— N-no… —Samael agacha la cabeza al responder. Se siente avergonzado y algo tonto por no poder decir su nombre.
— Bueno… —Otis hace un ligero aspaviento con la mano derecha, para restarle importancia al asunto— Cuando la chota se cierra en banda, no hay tu tía —El anciano hace girar su dedo índice cerca de la sien—.  Seguro que lo recueldas el día menos pensado. Ya lo verás, nene.
— ¿E-Esta casa… es tuya? —pregunta Samael con interés.
— Ajá —contesta el viejo sonriendo.
— ¿En qué trabajas?
— Vendo cosas, nene —responde Otis—. La gente tira trastos a la basura ¿sabes? Yo los recojo, los arreglo y los vendo en el pueblo vecino. Berta me lleva —El anciano señala a la mula que pasta cerca de ellos—, pero ella tá mú vieja ya, la pobre.
— ¿Y ganas mucho dinero?
— Lo bastante como para podel vivil… que no es poco, nene —Ríe Otis enseñando sus dientes amarillentos.
— ¿Qué haces ahora?
— Cortar leña para la cocina.
— ¿P-Puedo ayudarte?
— ¿Ayudalme? —Otis le mira con gesto contrariado— No, nene. Tú eres mi invitado ¿veldad? Y, que yo sepa, los invitados no trabajan. Tú te sientas y descansas ¿vale? El viejo Otis lo hace todo. No te preocupares.
— Yo quería… —Samael quiere pedirle algo, pero le gana la vergüenza y se calla.
— Ah, tú no te preocupares, digo —Ríe de nuevo Otis, imaginando lo que pasa por la cabeza del chico en ese momento—. Eres mi invitado. Puedes quedalte cuanto quieras ¿d’acueldo? Ea… Pues no hay más que hablal.
                   Samael le devuelve una torpe sonrisa al anciano y se acerca a donde la burra está pastando. Le acaricia el lomo y ella rebuzna una vez, agradeciendo el gesto. El chico intenta poner su mente en claro y ordenar los pedazos rotos de sus recuerdos. Es un rompecabezas al que, siente, le faltan algunas piezas, y no sabe si podrá completarle alguna vez. Las preguntas se amontonan en su cabeza: ¿Cómo se llama? ¿Dónde está su casa? ¿Y sus padres? ¿Tiene hermanos?
                   Las respuestas, sospecha, pueden tardar mucho tiempo en llegar.

CONTINUARÁ

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