2 – Claroscuros
Durante
los dos primeros meses de vida en la granja de Otis, el muchacho no sale de la
misma para nada. Ayuda al anciano en las labores domésticas y, cuando éste
viaja hasta el pueblo a vender sus mercancías, él se queda en la casa a
esperarle. Cuatro meses después, el muchacho decide acompañar al anciano hasta
el pueblo por vez primera. No se apea de la carreta para nada, y apenas se
atreve a mirar a la gente, mucho menos a hablar con nadie. Sin embargo, desde
ese día, su espíritu recupera algo de calma y se abre un poco más al contacto
con el exterior. Algunas veces, muy pocas, logra esbozar una sonrisa.
Pasan
dos años más, y Samael se siente ya parte de la granja y de la vida del
anciano. Colabora en las faenas de la granja; arregla la huerta y la riega
todos los días, alimenta y cuida a Berta y, en ocasiones, limpia y barre la
casa entera. Se siente feliz de ayudar al anciano. En su interior, sin embargo,
queda aún un pequeño vacío que no logra llenar del todo. Un vacío que, en las
noches lluviosas, parece crecer y cobrar vida propia. Es en esos momentos
cuando el muchacho canta una vieja canción. No recuerda dónde la ha oído antes pero,
de forma extraña, le reconforta cantarla.
***
Es
otra mañana más en la granja del viejo Otis. Se acerca el otoño y los árboles
muestran ya en sus hojas el característico color marrón. El viento empieza a
ser algo más frío y las noches más largas. Samael se ha pasado las dos últimas
semanas recogiendo leña y cortándola, siguiendo las instrucciones de Otis.
Juntos, el anciano y él, han reconstruido el cobertizo en donde guardan a Berta
y la carreta. La vieja mula no muestra mucha confianza a la hora de estrenar su
nueva casa, por lo que Samael y Otis se ven en apuros al hacerla entrar en el
cobertizo. Tras una media hora de forcejeos, y con la ayuda de un par de
zanahorias, Berta entra por fin en su recién estrenada casa.
Los
forcejeos con la vieja mula agotan al anciano, que necesita sentarse sobre el
tocón de madera para coger un poco de aire. Se abanica con el sombrero raído de
paja que usa a menudo para resguardarse del sol. Respira con dificultad y su
frente se perla de gotitas de sudor, que se limpia enseguida con el dorso de la
mano.
— Condenada mula… —Refunfuña por lo bajo entre jadeos—
Cada día es más tozuda.
— ¿Estás bien, abuelo? —Samael hace tiempo que le llama
así a Otis. Pese a las reticencias por parte de éste, el chico insiste en
considerarle como tal.
— Sí, sí… Toy bien, no te preocupares —Otis hace un
aspaviento con la mano para quitarle importancia al asunto.
De
repente el anciano comienza a toser con fuerza. Empieza con un leve coscojo y
sigue con una tos bronca. Samael acude presto a atender al anciano. Le da
pequeños golpecitos en la espalda para ayudarle a esputar, pero el viejo le
hace enérgicos gestos con la mano para que pare.
— Tráeme agua, nene —Le pide entre coscojo y coscojo.
Cuando
Samael va en busca del agua, Otis escupe en el suelo una flema sanguinolenta,
que se apresura a enterrar en la arena con la ayuda de su bota. El chico llega
con un vaso de agua y Otis bebe un poco.
— Uno ya tá mú viejo, nene —Ya más calmado, el anciano ríe
para tranquilizarle—. La saliva, que se mete pol el camino equivocado y pasa lo
que pasa. No te preocupares.
***
Pasan
las semanas en la granja. El otoño extiende ya su manto marrón sobre el suelo y
el viento sacude de los árboles las pocas hojas muertas que quedan prendidas en
las ramas. La tos de Otis no se cura. Por las noches, Samael oye al anciano
toser convulsivamente. Con cada coscojo llega una maldición apagada. El
muchacho le prepara algunos remedios para intentar paliar la tos, pero esta
parece empeorar cada día más. Cada vez que le pide al anciano que vaya al
pueblo a que le mire un médico, éste rehúsa, pues no se fía de los matasanos.
Samael cuida de Otis con total dedicación, para él, el anciano lo es todo en la
vida. Una vida resumida en aquella pequeña granja.
***
Amanece
un día más y el anciano prepara a la vieja Berta para ir, como ya es costumbre,
al pueblo vecino. Samael ayuda a su abuelo en los preparativos. Para su
sorpresa, cuando se dispone a coger los cacharros para vender, el anciano le
hace una señal negativa con la cabeza.
— No hace falta, nene —Le dice con voz queda—. Hoy no
vamos a vendel.
Samael
no entiende lo que pasa, pero no dice nada al respecto. Se limita a enganchar a
Berta a la carreta. El anciano entra un momento en la casa y sale después con
un pequeño fardo, que coloca en la carreta. Sube con movimientos cansados al
pescante y emprenden la marcha.
Durante
el trayecto, Otis permanece callado, pensativo, casi en las nubes. Samael, por
su parte, no para de hablar sobre las cosas que ven por el camino. El viejo
sufre otro acceso de tos y, tras escupir una espesa flema de sangre, suelta un
juramento en voz baja. Deja las riendas al muchacho, mientras él mitiga los
últimos estertores de tos y se limpia la boca con un gastado pañuelo. Samael va
silbando la canción que tantas noches le ha calmado.
El
aire es seco y frío, y parece cargado de tristeza. Arrastra en el cielo nubes
grises que se empeñan en ocultar un sol que casi no calienta. El otoño da sus
últimos coletazos de vida.
CONTINUARÁ
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