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No quiero llorar

No quiero llorar

No quiero llorar, me digo,
ni conocer los rincones más amargos de mi ser,
ni contarte las penas que moran en mi alma,
ni hablar de mi vida y sus problemas, ¿de qué sirve?
No quiero llorar, me digo,
pero lo hago.
Y rompo en un llanto amargo,
donde todos mis miedos y dudas me atenazan y ahogan.
donde mi dolor hace jirones sangrientos de mi alma rota.
donde lo mando todo a tomar por saco, ¡dejadme en paz!
No quiero llorar, me digo una vez más,
sin saber bien el porqué lo hago,
pero lo hago.
Y rompo en un llanto amargo,
Y como un niño perdido lloro en tus brazos...

La Puerta

La puerta

                   Se hallaba de nuevo ante la puerta, aquella que tanto le llamara la atención desde el momento en que se fijó mejor en ella y por cuyos resquicios podían verse destellos de luz uniforme. Quería abrirla, pero algo en su interior le hacía dudar. ¿Era miedo?
                   Acercó su mano a ella, tembloroso y preso de una excitación casi infantil. Tiró de ella y la abrió. La luz lo inundó todo y casi cegó sus ojos. De repente se encontró en un lugar desconocido. Pero lo más sorprendente era la criatura que estaba ante él.
                   Era enorme, de más de dos metros de altura, piel verde y cuerpo musculoso, mentón, cuello y brazos anchos, ojos grandes y enramados, colmillos amarillentos sobresaliéndole de la mandíbula inferior y arandelas colgando de sus orejas grandes y puntiagudas. En su mano derecha portaba una maza de madera que alzó en señal de advertencia, emitiendo por su boca un gutural gruñido.
                   Se asustó ante el repentino movimiento de la criatura y retrocedió cerrando la puerta. Respiraba acalorado, con jadeos entrecortados y el corazón latiéndole aceleradamente en el pecho. Cogió aire y se dio ánimos a sí mismo para abrir de nuevo la puerta. Lo hizo con manos temblorosas y con sumo cuidado.
                   Para su sorpresa, se encontró esta vez en una montaña nevada. El frío le golpeó en la cara como una bofetada y un extraño ruido a su espalda le llamó la atención. Se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con un gigantesco dragón blanco que le miraba a los ojos con aire intrigado y curioso. El animal extendió sus poderosas alas blancas membranosas y, al batirlas, levantó una pequeña ventisca que lo empujó hacia atrás, haciéndole caer. Asustado, se levantó y volvió tras sus pasos, cerrando la puerta.
                   De un modo puramente instintivo, la volvió a abrir, esperando encontrarse de nuevo frente al dragón. La luz volvió a inundar la habitación, pero el lugar era otro y la bestia ya no estaba. Ahora se hallaba en un camino que serpenteaba a lo lejos para perderse tras unas lomas. En la dirección opuesta vio llegar a un pequeño grupo de gente. Eran soldados.
                   Esto lo supo con certeza cuando los tuvo a pocos metros de él, pues de lejos no podía asegurarlo con certeza. Vestían armaduras y cascos de cuero. Cada soldado portaba un escudo en una mano y una lanza de hoja larga en la otra, y en su cinto colgaba una espada envainada en una funda de piel de jabalí. Pasaron a su lado sin detenerse a mirarle, con un paso rítmico y compasado que hacía retumbar ligeramente el suelo. Cuando se quedó solo en aquel solitario camino, cerró otra vez la puerta. Aún no podía dar crédito a lo que había visto.
                   Estuvo varios minutos en esa guisa; debatiendo consigo mismo que aquello era imposible, que esa puerta no podía ser un portal dimensional a otros lugares. Que no tenía lógica, vamos. Fuera como fuera, decidió abrirla una vez más. En esta ocasión apareció a los pies de una loma. A lo lejos, oyó gritos y sonidos de golpes de metal. Se atrevió a escalar la loma y echar un vistazo al otro lado.
                   Era una batalla. Cientos y cientos de guerreros luchando entre sí en una batalla encarnizada. Grandes catapultas arrojaban enormes bolas de fuego que abrasaban y arrasaban todo aquello que encontraban en su camino. Gigantescas bestias bípedas que portaban garrotes de piedra golpeaban a los rivales, haciéndoles volar por los aires entre alaridos de terror y crujidos de huesos rotos.
                   Vio también a dragones volando por el cielo, montados por jinetes equipados con arcos que acribillaban a flechazos a sus rivales desde las alturas. Y también pudo ver a lo que parecían ser hechiceros, poniendo a salvo  a grupos de su ejército bajo conjuros de protección y atacando a los enemigos con bolas de fuego y rayos.
                   Había muertos por todas partes, soldados carbonizados, aplastados o descuartizados, caballos relinchando y pateando presos de la histeria, cegados por el humo que invadía el campo de batalla. Había soldados jóvenes temblando de miedo, incapaces de mantener entre sus manos la espada... Era aquel un paisaje aterrador y, a la vez, terriblemente cautivador que le impedía apartar la vista. Tuvo que obligarse a retroceder. Cerró la puerta y notó que las lágrimas querían escapar de sus ojos.
                   Era tentador abrir de nuevo la puerta, pero se reprimió. Había descubierto que era terrible, pero terrible de una manera que nunca hubiera podido imaginarse. Se alejó de ella sin mirarla, sin atreverse a hacerlo más bien, pues sabía que, de ser así, caería irremediablemente en la tentación de abrirla...
                   Lo más curioso del caso era que esa puerta había estado cerca de él desde hacía mucho tiempo y que jamás la prestó atención, pues nunca le pareció interesante. Y ahora que la había descubierto, que sabía de su existencia, deseaba no haberlo hecho nunca...
                   Porque ahora se moría de ganas por volver a abrir esa condenada puerta y cruzar su umbral. Y sabía muy bien que, en cuanto lo hiciera, quedaría atrapado por siempre en aquellos lugares a los que le llevaba.

-FIN-

War in the kingdom


War in the kingdom. 

                       
                   Traía el viento aquella tarde el aroma de los días propios del otoño, en donde una atmósfera de melancolía bucólica lo impregnaba todo. Runfus aspiró profundamente, llenando sus pulmones con aquel delicioso aire y lo expulsó lentamente. Sobre la montura de su yiik, un animal bípedo parecido a una mosca muy peluda, de cabeza redonda y ojos enormes, oteó el horizonte, donde una gran nube de polvo indicaba la llegada del enemigo.
— Se acercan —anunció a su lado su compañero de armas y amigo, Feston—. Parecen muchos...
— Muchos o pocos, ¿qué más da? —apuntó con desgana Runfus sin dejar de observar la columna de polvo que rompía la línea del horizonte— Tal y como estamos de preparados, sería un milagro que la mitad de nuestros hombres no salieran huyendo antes de comenzar la batalla.
— No puedes culparles —dijo Feston—. Si el Imperio mismo nos ha negado su ayuda en este litigio, para así poder proteger los muros de la ciudad imperial ¿qué posibilidades tenemos nosotros de salir victoriosos hoy aquí?
— No les culpo —apuntó taciturno Runfus mirándole a los ojos—. Bastante hacen ya poniéndose al frente sosteniendo en sus manos los aparejos de labranza como armas.
— Deberías decirles algo —señaló su compañero—. Necesitan oír la voz de su líder dándoles ánimos antes de la batalla.
— ¿Ánimos? —Runfus miró de soslayo por encima del hombro a los hombres que tenía a su espalda—. ¿Y qué les digo, Fenton? ¿Qué se armen de valor para morir inútilmente por defender unas tierras que no les importan a nadie más que a ellos? ¿Qué, pase lo que pase hoy aquí, nadie recordará este día? ¿O prefieres que les diga que se lancen sin pensárselo contra un enemigo que les triplica en número y que, para más inri, no tendrá ningún reparo a la hora de descuartizarles? ¿Qué les digo, Fenton?
— ¡Por el amor de nuestro señor, Runfus! —Le espetó con dureza Fenton intentando no alzar la voz—, ¡tienes que hablarles! ¡Vamos!
                   Runfus agachó la cabeza y, tirando de las riendas de su yiik se volvió hacia sus hombres. Daban pena, pensó al mirarles. Hombres desarrapados, que apenas tenían dónde caerse muertos, sostenían en sus manos orcas, bieldos, rastrillos y azadones como únicas armas. Formaban fila ante él, en un grupo de poco más de dos centenas, compuesto de hombres, muchachos y ancianos.
                   Runfus les observó con cierta compasión y resignación. Cabellos y ropas sucias, cuerpos delgados y músculos flácidos, en la mayoría de ellos, y aparejos rotos o remendados, gastados por el continuo uso en sus quehaceres diarias.
                   Y allí estaban todos ellos, dispuestos a defender sus hogares del ataque del enemigo invasor; un enemigo que venía de las gélidas tierras del norte arrollándolo todo a su paso y al que el Imperio había decidido esperar a las puertas de la ciudad imperial.
                   La actitud tan decidida de aquellos hombres allí presentes le llenaba a Runfus de tristeza; conocía bien al enemigo, su número y su forma de batallar, y sabía que no había ninguna oportunidad de salir airosos, no ya vivos, de semejante lance. Pero entonces, buscando en su interior las palabras con las que intentar animarles, reparó en algo que le llamó poderosamente la atención. Era un chico, de apenas dieciséis primaveras, que sostenía entre sus manos una simple hoz, vieja y oxidada.
                   El muchacho estaba ahí plantado, con una mirada llena de convicción y decisión, apretando entre su puño el mango de la improvisada arma. Extrañamente, no parecía excitado o nervioso por la situación. Todo lo contrario; rezumaba una tranquilidad envidiable. Runfus acercó su montura hasta él y lo llamó.
— Tú, ¿cómo te llamas? —Quiso saber.
— Antón, señor —respondió el chico.
— ¿Qué haces aquí?
— Luchar por nuestras tierras, señor.
— ¿No te da miedo morir, Antón? —Le apuntó Runfus—; porque eso es lo que ocurrirá, muchacho. Hoy moriremos todos.
— Siempre será mejor hacerlo aquí que en otro lugar sin hacer nada, señor —respondió con decisión el muchacho.
                   Runfus le miró a los ojos y lo vio. Vio la determinación, la decisión inquebrantable de morir allí mismo por defender sus tierras y a su gente. Vio la fuerza de un guerrero dispuesto a batirse contra cientos de enemigos empuñando únicamente aquella simple hoz. Y esto lo vio en los ojos de todos los allí presentes.
                   Y Runfus desenvainó su espada y sonrió al muchacho, por primera vez desde que se hubo levantado de la cama ese negro día sonrió, y gritó la misma frase a sus hombres para arengarles.
— ¡Compañeros, siempre será mejor morir hoy aquí, que caer lejos sin haber hecho nada!    ¡Alzad vuestras armas y seguidme! ¡Al ataque!
                   Con un rugido atronador, donde se dio rienda suelta a la rabia y los nervios acumulados durante aquellas últimas horas de angustia, el grupo se lanzó a la carga al encuentro del enemigo.
                   Cuando se produjo el choque entre ambos ejércitos, con un sonido espeluznante de choque metálico contra carne, el ejército invasor pasó por encima de ellos como lo haría una ola sobre un guijarro en la playa; sin inmutarse y sin detener su avance. Y en tan solo unos minutos, no quedó sobre aquella tierra ni uno en pie.
                   Los invasores llegaron a la ciudad imperial, que resistió el ataque y el sitio durante cuatro largos meses, hasta que, finalmente, los atacantes desistieron de su empeño y partieron de regreso a sus tierras.
                   Nadie recordó nunca a los habitantes de aquella pequeña aldea, caídos a las afueras de la ciudad imperial luchando para proteger a los suyos.
                   Soy Fenton, compañero de armas  y amigo de Runfus, líder de aquel pequeño ejército. Yo estuve allí, luchando junto a aquel puñado de valientes hombres que pensaron que siempre era mejor morir allí, que en otro lugar sin hacer nada.
                   Para honrarles, para que nadie los olvide, llevaré su historia allá donde vaya y se la contaré a todo aquel que quiera oírla.

-FIN-

Orco


Orco

                   Guran llevaba corriendo ya más de medio día, atravesando el bosque de Myrath Dam con zancadas largas y veloces. Estaba cansado, pero no podía parar. Aún podía escuchar, a lo lejos, las cornetas de los humanos y los aullidos de la jauría de perros de caza que lo acosaban.
Su mala suerte había comenzado entrada la primera luz del alba. Karog-He, jefe de la aldea orca en la que Guran vivía, pensó que sería una buena idea enviar a una partida de orcos a las afueras del bosque en busca de alguna patrulla humana. Una mala idea pensó él, pero peor idea fue la de escogerle también para formar parte de dicha partida.
                   Salieron de la aldea entrada ya la mañana, a paso ligero y sin descanso. La comitiva la abría Egoh’n Me’s, un orco algo valentón y vanidoso al que Guran no le tenía mucha simpatía. Tres orcos jóvenes más conformaban el resto del grupo, siendo Teg Fad el más joven.
                   Guran hubiera preferido no tenerlo en el grupo. Bastante era tener que acatar las órdenes del vanidoso de Egoh’n como para, encima, tener también que aguantar a Teg, el orco más tonto de la aldea.
                   Como fuera, el grupo atravesó a paso ligero el frondoso bosque de Usun. Al llegar a un pequeño risco elevado al descubierto pudieron divisar una pequeña columna de humo que salía de una zona del bosque y ascendía hasta el cielo. Una fogata, pensaron enseguida todos. Y, donde hay un fuego, casi siempre hay humanos cerca de él, pensaron también. Todos, excepto Teg.
                   Sí, ese era el mayor defecto de Teg; que, además de ser tonto, siempre contradecía lo que los demás pensaban. Por ese motivo, Teg le pidió a su líder que tuvieran más precaución, pues la fogata bien podría ser cosa de los elfos del bosque, o de otra aldea orca vecina.
— ¿Tú idiota? —preguntó enojado Egoh’n— Elfos del bosque no queman bosque y no haber aldeas orcas por aquí. Fuego ser de humanos. Nosotros bajar allí, machacar cabezas y regresar a aldea con trofeos para jefe. ¡No discutir!
                   Y así empezó a ir todo de mal en peor.
                   Al llegar al lugar en donde se suponía que estaba el fuego de los humanos, vieron el fuego, pero no así a los humanos. En su lugar encontraron a otro pequeño grupo de orcos. Cinco jóvenes, todos ellos pensó Guran, con pinta de ser más tontos aún que Teg.
                   Tras los pertinentes saludos entre ambos líderes, consistentes en un par de cabezazos bien dados, comenzaron las oportunas presentaciones. Éstas se vieron interrumpidas al presentar el líder del otro bando a uno de sus subordinados. Éste último cayó fulminado por una flecha que tuvo la poca delicadeza de incrustarse en su entrecejo sin siquiera pedir permiso.
                   El asunto estaba demasiado claro. Humanos, y, por la lluvia de flechas que siguió a la primera, pensó Guran, era un grupo muy numeroso.
                   Así pues, sin pensárselo dos veces, agarró su maza y echó a correr a través del bosque. Ya pensaría después en alguna excusa para darle al jefe de la aldea. Todo eso, claro está, si salía con vida de aquella.
                   En un momento de respiro, aprovechó para coger aire y tratar de situarse en el terreno en el que se hallaba. Guran pudo comprobar, para su sorpresa, que se había alejado mucho en dirección contraria a su aldea, a causa del desconcierto producido por el repentino ataque de los humanos.
                   Estaba lejos, sí, pero en absoluto perdido, pues conocía la zona en la que se hallaba. Era el bosque de Myrath Dam. Si quería salir de él y llegar al bosque de Usun, le bastaría con ir siempre en dirección sur, bordeando el lugar.
                   Y esa era su actual situación. Corría sin parar, con el sonido a lo lejos de las cornetas de los humanos y los ladridos de los perros. Si tenía suerte, pensaba para sus adentros, les dejaría atrás un par de kilómetros más adelante, cuando lograse alcanzar la orilla sur del lago Mhyt.
                   Cuando por fin alcanzó el lago, Guran dejó caer su maza al suelo y posando las manos sobre las rodillas, cogió aire para recuperar el aliento. Algo le llamó la atención a su derecha. Un movimiento leve, casi furtivo. Guran miró hacia ese lado y la vio. Era una niña humana, de apenas ocho veranos de edad.
— Hola —Le saludó ésta con mirada inocente y curiosa.
                   Guran recuperó su maza del suelo y apuntó amenazador a la niña, que le tendió una flor con una de sus manitas.
— ¿Quieres una? —Le preguntó risueña.
                   El orco olisqueó la flor que la chiquilla le mostraba, entre confuso y receloso; luego miró a un lado y después al otro. Al final, viendo que estaban solos, sonrió de oreja a oreja.
                   Una hora más tarde, Guran había dejado atrás ya a sus perseguidores, gracias a la ayuda del lago. Caminó varios centenares de metros por el agua, bordeándolo, antes de salir a terreno seco, para así ocultar su olor a los perros. Llegó fácilmente al bosque Usun y, desde allí, encontrar el camino de vuelta a la aldea fue cosa bien sencilla.
                   Sonrió una vez más al pensar en la cara que pondría el jefe de la aldea, Karog-He, al ver el “regalo” que le llevaba. Guran palmeó contento y orgulloso el cuerpo inerte de la niña, que colgaba sobre su hombro derecho y en cuya cabeza podía apreciarse una pequeña brecha. Hoy harían para cenar una suculenta sopa de niña humana.

-FIN-

Ysembus

Ysembus

                   Aquella mañana, en la aldea de Ghu, el gran jefe Adhlum mantenía una importante reunión con el sumo sacerdote Ysembus, los ojos y la voz de los dioses, en la cabaña del segundo.
— ¿Y bien?
                   Ysembus giró una vez más su bola de cristal y escrutó a través del vidrio faceteado, que le devolvió su reflejo en cientos de copias distorsionadas. Como sumo sacerdote de la aldea que era, acometía la rutinaria labor de atender a las consultas de sus congéneres, tarea ésta que, en ocasiones, le resultaba un tanto tediosa. La de hoy era una de esas veces, y su desgana se veía acrecentada al ser el gran Adhlum, el propio jefe de la aldea, su consultor.
— Nada ven mis ojos, oh, gran Adhlum —sentenció al fin.
— ¿Nada? —espetó con enfado el aludido— ¿Acaso me niegan los dioses su favor?
— Su silencio no significa que nos nieguen su favor, gran Adhlum —afirmó Ysembus.
— ¿Ah, no? ¿Y qué significa entonces? ¡Dímelo!
— Quizás que tu pregunta no ha sido correctamente planteada, gran señor.
— ¡Tonterías! —espetó más enojado aún Adhlum—. Mi pregunta ha sido bien planteada y tiene una respuesta sencilla; sí, o no. Entonces, ¿por qué me niegan la respuesta los dioses, eh? ¿Por qué? ¡Contesta!
— Con el debido respeto, gran señor, tu enfado no beneficia en nada al resultado de tu consulta —apuntó  Ysembus bajando la vista con gesto ceremonial—. Permíteme, pues, que mire una vez más a través del cristal de los dioses y busque su respuesta; ¿te parece bien?
— De acuerdo —consintió Adhlum de mala gana, que sabía del poder de los dioses y no quería enojarles, pues les temía—. Disculpa mi impaciencia, Ysembus. Te ruego mires de nuevo en el cristal, por favor.
                   Ysembus cerró los ojos y se concentró. Acto seguido, los abrió de nuevo y, haciendo extraños gestos con las manos abiertas sobre la esfera faceteada, fijó la vista sobre el cristal, donde sus reflejos bailoteaban nerviosamente despidiendo titilantes destellos irisados. Luego, con un suave cántico, que era casi un susurro, arrojó sobre el vidrio un puñado de polvo de canela con el fin de facilitarles a los dioses el contacto con el mundo terrenal. Después de esto, esperó unos segundos más en silencio.
— ¿Y bien? —preguntó intrigado e impaciente Adhlum—. ¿Han contestado esta vez los dioses?
— Los dioses me han hablado por fin, gran Adhlum —contestó con solemnidad Ysembus.
— ¿Y? — Los ojos del gran jefe ardían de impaciencia esperando la respuesta.
— Su respuesta ha sido —contestó al fin Ysembus.
— ¡Alabados sean los dioses, Ysembus!
                   Adhlum abrazó al casi sorprendido gran sacerdote y abandonó la cabaña con la felicidad dibujada en su hasta entonces compungido rostro. Ya afuera, llamó a uno de sus sirvientes personales, un joven de apenas doce años, al que le dio unas monedas y una orden.
— Apuéstalo todo al equipo de la aldea de los Yutain —Adhlum sonrió abiertamente—. Los dioses han dicho que hoy ganarán en el campeonato de melón-cesto.
                   El muchacho corrió presto a realizar la tarea encomendada, seguido por el gran jefe con la mirada. Mientras tanto, en el interior de la cabaña, Ysembus recogía sus instrumentos de trabajo.
                   Limpió con sumo cuidado la esfera de cristal con un paño de lana y la envolvió en una tela de esparto para, posteriormente, guardarla en un pequeño cofre hecho a la medida. Luego, hizo una pequeña reverencia ante el mismo y rezó una pequeña plegaria a los dioses. Si tenía suerte, el equipo de la aldea vecina ganaría el torneo de melón-cesto. Y si no la tenía...
                   Bueno, si no había suerte y el equipo perdía, siempre podría poner alguna excusa; mala comunicación con los dioses, una respuesta mal entendida, energías negativas influyentes a la hora de escucharles...
                   A fin de cuentas, ¿quién osaría contradecir al sumo sacerdote de la aldea, eh?

-FIN-

Desconexión en 3, 2, 1...

Desconexión en 3, 2, 1...

               La máquina, llena de conexiones, sigue funcionando, pero ya no lo hace como antes. Empieza a fallar.
— Te dejé una nota en la nevera. ¿No la leíste?
               Los trabajos más rutinarios se convierten para ella en batallas contra los errores. Pequeñas tonterías de las que reírse.
— ¿Llevas un calcetín de cada color?
               Cada error se acumula en su memoria como un virus dañino. Un virus que avanza y se extiende sin poder detenerlo. Los despistes son casi una rutina.
— ¿No me digas que te has olvidado de la leche?
               Y cada día es peor. Pasan los minutos y las horas y se esfuerza en seguir siendo funcional al cien por cien, pero no puede lograrlo. Empieza a olvidar nombres.
— Mira, papá, es Carlitos, tu nieto. ¿No te acuerdas?
               Y cada olvido golpea a la vieja máquina como un mazazo de indiferencia; sordo, pero destructivo; silencioso, pero implacable. Solo ve a extraños a su alrededor.
— Soy yo, papá, Elena. ¿Te acuerdas de mí?
               Con el tiempo, las conexiones fallan por completo y la máquina no puede cumplir con sus funciones. Olvidar los nombres pasa a ser algo insignificante.
— Ahora el brazo derecho... Así, muy bien, papá.
               Y sigue y sigue fallando. Cada día y cada vez más veces y más de seguido. Hasta que, al final, se desconecta del todo.
— Desconexión en 3, 2, 1.. 
               Y ahí se acabó todo.
-FIN-

Invisible

Invisible

                   Rex Cutter es un chico normal, con la salvedad, claro está, de que tiene un extraño don; no, don no, maldición sería mejor llamarla. Sí, una maldición. Rex Cutter tiene la facultad innata de pasar completamente desapercibido para la gente que le rodea. Y no es que a él le guste, precisamente, sino más bien todo lo contrario, pero es algo que no puede evitar, por más que lo intente.
Y lo ha intentado en más de una ocasión, creedme, pero nada. Una vez rompió, delante de toda la clase en la que estudiaba, el esqueleto humano que el señor Fisser, su maestro de ciencias, tan celosamente cuidaba. Y lo hizo allí, delante de todos, maestro incluido. Lo empujó y el esqueleto se desplomó hacia adelante, desarmándose en el suelo como una montaña de naipes. Rex no recibió ningún castigo por parte del profesor Fisser, ni tan siquiera un improperio o un grito... Nada.
En otra ocasión quemó el coche de su padre y, aunque en esa ocasión fue un accidente (una lata de gasolina mal cerrada cerca del auto, una estufa eléctrica encendida por error junto a la lata, un tropezón y, bum, coche calcinado), ocurrió lo mismo que con el caso del esqueleto. Nada. Sus padres corrían de un lado para otro intentando apagar el fuego y gritando, nervioso él e histérica ella. Pero a Rex no le dijeron ni una sola palabra.
Intentó explicarles lo que había ocurrido, oh sí, pero era como si no le vieran. Media hora después de estar corriendo de un lado para otro tras de su padre, intentando contarle lo sucedido, Rex se dio por vencido y desistió de su empeño. Y así siempre. Hacía lo posible por llamar la atención y ocurría justamente todo lo contrario; le ignoraban completamente.
Por eso, el día en que se cayó a un pozo abandonado que había en el terreno de la parte trasera de su casa, Rex Cutter asumió enseguida que iba a morir allí mismo. Tanto lo creía que, sentándose sobre el frío y húmedo suelo y apoyando su cabeza contra las rodillas, esperó pacientemente a que llegara su hora.
Encontraron su cuerpo dentro del pozo al día siguiente. Y porque se había caído en él una cría de gato que no cesaba de maullar. El muchacho había escrito en las paredes del pozo estas palabras con una piedra:
“Estoy aquí”
Lo que Rex Cutter no sabía era que su caída en el pozo había ocurrido cuatro años atrás. Y el ciclo se repetía para él una y otra vez. Una y otra vez...
Esperando siempre a ser rescatado.

-FIN-

El samurai y la niña


El samurai y la niña

                   Los pétalos caídos de las flores de los cerezos que crecían por la zona cubrían el suelo con un tupido manto blanco que la niña, divertida, pisoteaba correteando de un lado para otro mientras cantaba una alegre canción enseñada tiempo atrás por su madre.
                   La niña daba vueltas y vueltas entre los árboles y, de cuando en cuando, algunas volteretas por el suelo. Fue en una de esas volteretas cuando le vio llegar. Era un samurai.
                   Vestía un ancho kimono en tonos grises apagados, ya gastado y roto por varios sitios. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta. Calzaba sandalias desgastadas de madera atadas con toscas cintas de cuero y de su cinto colgaba una katana envainada. Caminaba con paso lento, sin prisa por llegar a ninguna parte, pero también sin pausa, con la vista clavada en el suelo. Un sombrero ancho de paja cubría su cabeza de los rayos del sol otoñal.
                   La niña se quedó mirándole con ojos llenos de curiosidad. Ya antes había visto a extraños cruzando por el camino, pero por alguna extraña razón, aquél en particular le había llamado la atención. Se levantó de un salto del suelo y corrió junto al hombre.
— Hola —Le saludó alegremente poniéndose a su lado—. ¿Eres un samurai?
— Sí —respondió escuetamente el hombre sin detenerse a mirarla.
— Vaya... —La niña pareció sorprendida de conocer a un samurai en persona—. ¿Y esa espada es tuya?
                   El hombre la miró de reojo durante un par de segundos para, acto seguido, desviar nuevamente la mirada sin responder a la pregunta.
— ¿Es tuya? —insistió la pequeña.
— Sí —respondió al fin el samurai con desgana.
— Ah —La niña pareció contentarse con la escueta respuesta—. ¿Puedo verla?
— No.
— Vaya.
                   Ambos continuaron juntos por el camino, el samurai con la vista clavada en el suelo y la niña observándole con ojos llenos de curiosidad.
— Oye, ¿has luchado contra alguien? —El samurai ignoró la nueva pregunta— Vaya, eres poco hablador, ¿lo sabías? Al menos podías responder, ¿no?
                   El hombre se detuvo, respiró hondamente y soltó el aire con resignación. Luego se volvió despacio hacia la sorprendida niña.
Sí, he luchado contra  otros respondió con voz serena.
— ¿Y has matado alguna vez a alguien? —preguntó la niña con mirada inocente.
                   El samurai no respondió. Se dio la vuelta y siguió su camino, alejándose de la niña que lo vio marchar con paso lento. Cuando el samurai comenzó a subir por una loma, la niña le lanzó una última pregunta.
— ¿Eso es un sí, o un no?
                   El samurai no dijo nada, se limitó a levantar la mano derecha y despedirse de ella con un saludo. En su costado izquierdo apareció, justo en ese momento, una mancha carmesí atravesando la tela del kimono. Se llevó la mano a la venda que cubría la herida de su torso y maldijo su suerte.
                   Cuando bajó la loma, lejos ya de la vista de la niña, el samurai se desplomó en el suelo como un muñeco roto mientras la mancha carmesí de su kimono iba creciendo cada vez más. Miró al cielo, sonrió y cerró los ojos. Una cálida brisa otoñal se llevó su último aliento de vida.

FIN

Murió Peter Falk (Colombo)

El actor, que sufría denencia senil,
murió ayer a los 83 años
en su casa de Hollywood. 
Decimos adiós al actor que 
nos regaló a uno de los personajes 
más entrañables y queridos de la tele, 
el teniente Colombo, quien, enfundado 
en su gabardina y fumando puros, 
resolvía los casos de forma 
tan peculiar.
Hasta siempre, Colombo.

Tengo nuevo Blog

Ahora podéis encontrarme también aqui:


Ahí encontraréis lo mismo que aquí, pero dividido en secciones.
Espero que os guste mi nuevo blog.

-El Abuelo-

Nadie lo vio

NADIE LO VIO

                   Llegó sin hacer ruido, pero él ya hacía rato que la estaba esperando. Ella posó la mano sobre su hombro y él la miró con ojos apagados.
— ¿Ya? —preguntó con voz queda.
Ella no respondió. Dejó que su mano resbalara por el hombro y se alejó de él, que la observó taciturno. Dejó lo que estaba haciendo, se levantó de la silla y la siguió.
Su cuerpo inerte permaneció en el mismo sitio, mirando al vacío y la lengua fuera de la boca, en un rictus grotesco. Por la ventana abierta en par entró una brisa cálida que envolvió el cuerpo ya frío.
Un cuervo graznó en la lejanía.

FIN

Ratas del Espaio (Epílogo Final)


22 – Y UN EPÍLOGO.

                   Unas horas después, nuestros dos amigos se pusieron en camino, de regreso a la ciudad-cúpula de Satur, a bordo de la Zuzu. Ya en pleno vuelo, Cassidy se comunicó con Yugo por radio para informarle de los pormenores de la misión.
- ¿Ya estáis de vuelta? – Preguntó la voz aguda del baski - ¿Cómo os han ido las cosas?
- Oh, perfectas – ironizó Cassidy – Nos robaron el paquete...
- ... Tres veces – apuntilló Mortimer.
- ... Nos atacó un mercenario mitad cyborg, mitad humano, nos atacaron los clientes enfurecidos de un bar, nos enfrentamos a un robot asesino y también nos engañaron. Lo normal, vamos.
- Sois unos quejícas, ¿lo sabíais? – terció Yugo.
- Pues espera a oír lo mejor – espetó Mortimer risueño.
- ¿Lo mejor? ¿A qué te refieres?
- Al diamante – explicó Cassidy – O mejor dicho, al diamante que no existía.
- ¿Diamante? – Yugo fingió sorpresa – No sé de qué me estás hablando...
- Yugo, no me tomes por idiota, ¿de acuerdo? – espetó Cassidy con voz cansada – Te engañaron, al igual que nos engañaron a nosotros, rata miserable; pero claro, tú no te has jugado el pellejo, ¿verdad que no?
- Te repito que no sé de qué me...
- ¡Cállate, babosa miserable! – rugió Cassidy – ¿Te crees que somos idiotas, o qué? Esperabas conseguir ese diamante y así sacarte una pasta gansa por él, mientras a nosotros pensabas pagarnos una miseria. ¡Pues entérate bien, el tiro te salió por la culata, porque no existe ese diamante! ¿¡Lo has oído bien, pequeña rata!?
- No es necesario que chilles tanto – señaló Yugo al fin tras guardar unos segundos de silencio – Creo que puedo ofreceros algo más del precio acordado; después de todo, es justo, ¿no os parece?
- Tranquilo – terció Mortimer en ese momento – Nosotros nos conformamos con el precio acordado. No queremos que pienses que somos unos aprovechados.
- Vaya – espetó con sarcasmo Yugo -, me abruma vuestra generosidad.
- Aún no hemos acabado, Yugo – habló Cassidy – Como bien te ha dicho mi compañero, nos conformaremos con el precio estipulado. No obstante, correrás con los gastos extra.
- ¿Gastos extra? ¿Qué gastos extra? Se suponía que solo teníais que llevar el paquete hasta Rankine y volver, ¿de dónde salen esos gastos extra?
- De la reparación de la nave que le pedimos prestada a nuestro amigo Santos – Le informó Cassidy.
- ¿Nave? – Yugo parecía irritado - ¿Qué nave? ¡Yo no os pedí que cogierais ninguna nave!
- No, tienes razón – señaló Cassidy -, pero pensamos que sería buena idea si íbamos de incógnito a Rankine. Y, bueno, digamos que ha sufrido algún pequeño desperfecto en la pintura.
- ¿Pequeño desperfecto? ¿Cómo de pequeño?
- Bueno... – terció en ese momento Mortimer – Digamos que antes de salir de Satur era totalmente blanca. Ahora ya no se ve el color blanco por ninguna parte.
                   Cassidy cortó la comunicación con el baski justo cuando éste comenzó a jurar en un dialecto casi ininteligible para los oídos humanos, para regocijo de nuestros dos amigos.
- Esto... – apuntó Mortimer cogiendo aire después de tanto reírse -, ¿cómo crees que se lo tomará Santos? Me refiero a lo de la nave, claro.
                   Cassidy meditó unos segundos acerca de la pregunta de su amigo, hasta que al fin respondió.
- Muy mal. Terriblemente mal.
FIN

Ratas del Espacio (Capítulo 21)


21 – FINAL.

                   Yando Yon detuvo una nueva estocada de su amigo, Eri Farrenzo. Las hojas de energía de las espadas que ambos empuñaban en aquel duelo mortal chisporrotearon una vez más. Los dos adversarios retrocedieron unos pasos y se estudiaron detenidamente. Ninguno de ellos estaba cansado y sus miradas eran distintas; la del ex ladrón estaba cargada de interrogantes; ¿qué ha pasado contigo, viejo amigo?, ¿qué te hizo cambiar así?, ¿qué esperas conseguir con este duelo inútil? La mirada de Eri Farrenzo estaba cargada de puro odio, irracional e insaciable. Con un nuevo grito de rabia, se lanzó contra su antiguo compañero.
                     Yando esquivó el golpe de la hoja de su enemigo y lanzó un rodillazo al estómago de éste, pero, lejos de arredrarse con el golpe, su adversario lanzó una nueva estocada que el ex ladrón detuvo a duras penas con su propia espada. Un nuevo chisporroteo bañó el suelo a los pies de ambos contrincantes.
                   Mientras ellos mantenían su duelo, Daya continuaba esquivando a duras penas los embistes del gigantesco robot desguazador de coches, que llevaba impresa en sus circuitos internos la orden de acabar con la mercenaria a toda costa. Avisada por Mortimer, la mujer trataba de colocar al robot en una posición adecuada para que Cassidy, apostado a pocos metros de distancia con un rifle láser de francotirador, se ocupara de él. Decirlo era fácil. Llevarlo a la práctica ya no lo parecía tanto. La muchacha saltó a un lado, rodando por el suelo, para esquivar una de las enormes pinzas prensiles del robot, que golpeó contra una de las pilas de coches desguazados, abollándolos más de lo que ya estaban ellos.
- ¡Coge esto, Daya! – Mortimer le lanzó a la mercenaria el intercomunicador con el cual se comunicaba con su compañero – ¡Cassidy te dirá cuando le tiene en su punto de mira!
                   La mujer recogió el aparato en el aire y se lo colocó en la oreja, todo ello mientras seguía esquivando los ataques de la bestia mecánica.
- ¿Me oyes bien, Daya? – Cassidy probó el sonido de la comunicación con la mercenaria.
- ¡Alto y claro! – gritó la mujer corriendo de un lado para otro.
- Bien, presta atención. Necesito que hagas que ese armatoste se plante delante de mí durante cinco segundos. ¿Podrás hacerlo?
- ¿Tengo otra alternativa? – objetó la mercenaria resoplando ya por el esfuerzo.
- Creo que no – contestó Cassidy.
- ¡Me lo imaginaba!
                   Daya corrió en dirección al lugar que Cassidy le indicó a continuación, seguida de cerca por el robot, que golpeaba una y otra vez con sus pinzas en busca de su objetivo.
- ¡Quieta ahí, Daya! – gritó de pronto Cassidy.
                   Y la muchacha paró. Y aunque no hubiera recibido la orden de Cassidy, hubiera parado igualmente, de lo cansada que se sentía de tanto correr de un lado para otro esquivando al monstruo mecánico. Agotada y rota por el cansancio, se volvió y se encaró con el mastodonte, dispuesta ya a recibir el golpe de gracia. Cerró los ojos, notando los intensos latidos de su corazón, y esperó el final.
                   Y entonces sonó el disparo.
                   Fueron cinco segundos; los mismos que tardó el disparo de Cassidy en alcanzar su objetivo, destruir el módulo de ordenes y hacer que el robot se detuviera. Cinco segundos en los que el robot lanzó un último golpe contra la desprotegida mercenaria. Cinco segundos que Mortimer utilizó para saltar y apartar a Daya del camino de las pinzas del robot. Cinco segundos que la mujer no olvidaría en su vida. Con un sonido metálico chirriante, el enorme engendro quedó inutilizado en el sitio y de su pecho se escaparon aún pequeñas volutas de humo gris y algunas chispas azuladas. Daya abrió los ojos y, viendo ante ella al robot inutilizado, suspiró aliviada.
- Bueno – apuntó sonriendo y resoplando Mortimer -; ahora, a ayudar a Yuni.
                   Yando golpeó con el puño en la cara de Eri, que perdió parte del equilibrio y trastabilló unos metros. Sin embargo, tras recomponerse, lanzó un nuevo ataque, soltando una serie de mortales estocadas con la espada, una de las cuales hirió levemente a Yando en una de las piernas.
                   El cansancio hacía acto de presencia en ambos contendientes. La frente de Eri se mostraba perlada de sudor y el rostro enrojecido por la rabia. Su ex compañero sudaba igualmente, pero, aún así, se mostraba mucho más calmado que él. Eri lanzço una nueva andanada de estocadas y patadas, que Yando fue parando y o esquivando a partes iguales, mientras lanzaba sus propios golpes y estocadas. Dos de las estocadas acertaron a su adversario, una en el muslo de la pierna derecha y otro en el antebrazo izquierdo.
- Vamos a dejarlo ya, Eri – Le sugirió Yando – No quiero hacerte daño.
- ¿Ah, no? – Rugió éste apretándose la herida del antebrazo - ¡Pues entérate bien, yo sí quiero hacértelo a ti! ¡Vamos, sigue luchando!
                   Los dos hombres volvieron al ataque; ahora era Yando el que lanzaba más estocadas y golpes, mientras Eri se defendía como mejor podía. Una de las cuchilladas le hirió otra vez en la pierna ya lesionada anteriormente y el corte le hizo gritar de dolor. No obstante, lo que más le dolía no era la herida en sí, sino el ver cómo su odiado adversario era muy superior a él. Eso le encolerizaba de tal modo que le impedía mantener la calma necesaria para enfrentarse a su ex compañero que, aunque cansado, le iba ganando cada vez más terreno. Rugiendo de rabia, se lanzó una vez más al ataque.
                   Por su parte, Mortimer y Daya habían alcanzado ya la jaula en donde se hallaba Yuni encerrada.
- Hola pequeña – La saludó Mortimer para animarla – Acércate a los barrotes para que pueda echarle un ojo a ese collar, ¿de acuerdo?
- Ten cuidado – Le previno Yuni – El encapuchado me advirtió de no forzarle o se dispararía.
- Tranquila – La calmó Mortimer – Ya he visto estos cacharros más veces. No te preocupes. Déjame ver.
                   El mercenario observó detenidamente el collar de la muchacha. Tras comprobar detenidamente la caja que hacía de candado, extrajo de su cinturón un pequeño fardo de tela que desenrolló y dentro del cual podían verse destornilladores de precisión de varios tamaños y formas. Cogió dos de ellos y empezó a trabajar en la cajita del collar con sumo cuidado.
- Bien – informó a Yuni para no alarmarla – Ahora trataré de abrir la caja; para ello he de quitarle estos dos pequeños tornillos que hay a cada lado de la misma. ¿De acuerdo?
- De acuerdo – respondió la joven.
- ¿Sabes lo que haces, verdad? – Le preguntó Daya.
- Por favor, señorita – espetó Mortimer con falsa ofensa – La duda me ofende.
                   Tras unos interminables tres minutos, los tornillos de la cajita ya estaban quitados y ésta abierta, dejando a la vista un pequeño circuito y un par de cables; uno de color blanco y otro negro.
- Como en las buenas películas de acción de antaño – apuntó divertido Mortimer - ¿Cortamos el cable blanco o el negro, señoritas?
- Oh, vaya – bromeó a su vez Daya para quitarle tensión a la situación - ¿No se suponía que siempre era el cable rojo?
                   Mientras ellos bromeaban, el combate entre Yando y Eri tocaba a su fin justo en el momento en el que el primero, tras bloquear con su antebrazo el brazo armado de su adversario, le atravesaba el estómago con la suya.
                   Eri se llevó las manos a la herida tratando de taponarla. La sangre salía a borbotones y le empapaba las manos. Intentando no caer al suelo, Eri se encaró con Yando por última vez.
- F-Felc-cidades... – balbuceó a duras penas – M-Me h-has g-ganado... D-Disfrútalo mientras p-pued-das...
                   Y cayó al suelo con una sonrisa dibujada en sus labios.
- ¡Yuni...!
                   Yando corrió veloz a rescatar a su hija. Cuando llegó a la jaula, su hija se abalanzó sobre él con los ojos llenos de lágrimas, pero con la felicidad rebosando todo su ser. A un lado de la jaula estaba Mortimer, con el collar de Yuni desconectado en su mano y Daya a su lado.
- Bien está lo que bien acaba, ¿no te parece? – apuntilló sonriente el bonachón mercenario, aunque se arrepintió inmediatamente de sus palabras al ver el rostro cariacontecido de la mujer – Oh, vaya, lo siento. Yo...
- No te preocupes – Le disculpó Daya con amabilidad – Mi padre tiene lo que se buscó. No es culpa de nadie más...
- Lamento mucho que esto haya terminado así, Daya – Se disculpó a su vez Yando.
- Olvídalo – Le exculpó la mujer – Tú hiciste lo que él te obligó. Lamento haber utilizado a tu hija. Lo siento de veras.
- Tonterías – espetó Yando – No tienes por qué disculparte. Las acciones de tu padre nos han perjudicado a ambos, a ti incluso más. Debemos mirar al futuro y seguir adelante, por duro que pueda ser.
- Dices bien – terció en ese momento Cassidy, que le lanzó un objeto que Yando cogió al vuelo. Era el dispositivo que su amigo llevaba en el pecho antes de morir.
- Eri te engañó – Le explicó Cassidy – Ese dispositivo era falso, dudo mucho que pudiera activar el collar de Yuni. Buscaba que lo mataras, de un modo o de otro.
- Ya... – El ex ladrón apretó el dispositivo entre sus dedos -, pero eso no hace más llevadero el hecho de haber tenido que matar al que un día fue mi mejor amigo.
- Mi padre se perdió hace ya tiempo, créeme – Le contó Daya – El recuerdo del día en el que lo abandonaste a su suerte tras aquellos muros le perseguía allá donde fuera. Como tú bien has dicho hace un momento, hemos de olvidar este día y seguir adelante.
- Y para ello – terció en ese momento Mortimer -, ¿qué os parece si nos vamos a tomar unas birras al “Ojo de Delcost”, eh?
- Dudo mucho que os dejen entrar ahí otra vez – apuntó Yuni -, sobre todo después de la que armasteis con el encapuchado.
- Oh, vaya, es verdad – Mortimer se ruborizó al recordar lo ocurrido con Raikon - ¿Conocéis de algún otro lugar en el cual podamos tomarnos algo?
- ¿Qué tal en mi casa? – indicó Yando.
- Por mí, perfecto – Señaló Mortimer.

CONTINÚA

Ratas del Espacio (Capítulo 20)


20 – ENFRENTAMIENTOS.

                   Pulsando el botón de un mando a distancia de una grúa, Eri Farrenzo puso en marcha el brazo robótico de la misma, del que pendía en ese momento una jaula metálica y en cuyo interior podía verse a Yuni.
- Mal asunto – Cassidy le habló a su compañero Mortimer a través del intercomunicador de su oreja -; veo a Yuni en una jaula.
- ¿En serio? – Su compañero seguía intentando escalar el muro, colocando para tal fin los capós desmontados de un par de coches, de los muchos que había abandonados por las afueras del propio desguace, contra la pared del mismo – Ya casi estoy arriba; ¿cómo es la jaula? ¿Ves algo raro o anómalo en ella?
- ¿Algo raro? – Preguntó Cassidy extrañado ante la pregunta de su amigo - ¿A qué te refieres? Es una jaula corriente, como cualquier otra jaula normal y corriente.
- Lo dudo mucho, compañero... – Mortimer resopló ante el esfuerzo final de subir al muro – Piénsalo bien; conoces a tu enemigo y a la hija de tu enemigo; ¿la meterías en una jaula normal y corriente?
- Hum... – Cassidy meditó sobre las palabras de su amigo - ¿Crees que Eri se guarda un as en la manga?
- Yo me apostaría mi salario del mes a que sí.
- Tú no tienes salario.
- Eso, eso... – Espetó burlón su compañero – Tú recuérdamelo.
                   Cassidy apuntó con su rifle en dirección a la jaula de Yuni y la observó con detenimiento con ayuda de la mira telescópica del arma.
- Barrotes gruesos, de metal – Le fue explicando a su amigo lo que veía - Parecen resistentes. La cerradura es del tamaño de un foco de aerodeslizador.
- Hum, bien. Sigue – Mortimer saltó a duras penas sobre un coche y comenzó a escalar sobre la pila de restos oxidados en busca de una mejor posición - ¿Puedes ver desde tu posición cómo es el suelo de la jaula?
- A duras penas – Le respondió su compañero – Parece metálico y está agujereado.
- ¿No ves nada más que te parezca raro?
- Déjame ver... – Cassidy enfocó la mira telescópica para examinar la jaula de arriba a abjo – Oh, vaya.
- ¿Oh, vaya? ¿Cómo que “oh, vaya”?
- Yuni lleva al cuello un collar muy extraño. Tiene una especie de cajita a modo de candado.
- ... El collar está electrificado – concluyó Mortimer.
- Espera un poco...
- ¿Qué ocurre ahora? – Mortimer escaló sobre un nuevo coche oxidado.
- Parece que Eri le ha arrojado a Yando un arma, una espada de energía. Ahora le está mostrando algo que tiene en su cuerpo. Es una especie de dispositivo en forma de disco metálico incrustado en su pecho. ¿Qué crees que puede ser ese cacharro?
- Un mal asunto, amigo mío – espetó Mortimer – Un mal asunto.
                   Yando Yon observó una vez más el arma caída en el suelo delante de él. Era una espada suki, cuya hoja de energía podía cortar hasta las rocas. Eri Farrenzo sostenía en su mano derecha otra espada similar. Lo que más le preocupaba en ese momento era el dispositivo que su ex compañero le mostró incrustado en su pecho. Dicho dispositivo estaba conectado directamente al corazón de su amigo.
- Observa bien este aparatito – Le indicó éste señalando el dispositivo – Está conectado al collar que lleva tu hija al cuello; al igual que este disparador – Eri le mostró en su mano el disparador que activaba el collar de Yuni - Si muero, activará el collar y tu hija recibirá una descarga eléctrica. Así pues, compañero, si te mato, tu hija sufrirá; y si me matas, tú serás el que sufra.
- ¡Eres un cobarde!
- ¡Vamos! – Le apremió su amigo con furia - ¡Coge la espada!
- Me niego – objetó Yando – No voy a luchar contigo.
- Eres bastante predecible – Le espetó su amigo -, ¿lo sabías? Coge esa espada ahora mismo o verás cómo sufre tu hija.
                   Para secundar sus palabras, el ex ladrón pulsó el disparador del collar de Yuni, apenas un par de segundos, y una descarga eléctrica sacudió a la joven, que cayó de rodillas sobre el suelo de la jaula profiriendo dolorosos gritos.
- ¡Maldito...! - Muy a su pesar, Yando recogió el arma del suelo.
- Bien – espetó triunfante Eri – Así me gusta. Y ahora, querido “amigo”, espero que te entregues en cuerpo y alma en nuestro último baile, de lo contrario me decepcionarías enormemente.
- ¡Detén esta locura, padre! – Terció en ese momento Daya, que había permanecido en silencio hasta ese instante.
- ¡Cállate! – Le espetó su padre con enojo - ¡Llevo esperando este momento durante mucho tiempo! Tranquila, también tengo un regalito para ti.
                   Daya vio cómo su padre activaba un tercer botón del mando de la grúa. Justo en ese momento, un enorme robot desguazador de coches, de unos cuatro metros de alto, ruedas triangulares de oruga y pinzas prensiles en cada uno de sus brazos, entró en funcionamiento y se dirigió contra ella.
- Está programado para aplastarte – Le explicó su padre -; con esto mantendremos ocupados a tus dos amigos; oh, sí, no me mires con esa cara de asombro, sé que habéis traído compañía – El padre de la mercenaria se volvió entonces hacia su ex amigo - Y ahora, a lo que íbamos. ¡Defiéndete!
                   Eri se lanzó contra su antiguo compañero blandiendo en alto la espada de energía. Yando Yon mantuvo su posición sin moverse del sitio, aguardando el ataque del ladrón para, en el último instante, bloquearlo con su espada. Las dos armas soltaron un abanico de chispas azuladas al chocar entre sí.
                   El robot se abalanzó sobre Daya que, con un ágil salto, esquivó la embestida de la máquina. El gigante metálico giró sobre sí mismo y contraatacó lanzando un golpe con una de sus tenazas. La mujer rodó por el suelo para esquivarla y el golpe aplastó la chapa de uno de los coches amontonados.
- ¡Daya tiene problemas! – Le comunicó Cassidy a su amigo.
- ¡Lo veo, lo veo! – apuntó Mortimer - ¿Puedes hacer algo al respecto? Ya estoy casi junto a la jaula.
- Imposible – confirmó su compañero – Ese mastodonte metálico no para quieto y no tengo visibilidad clara de su parte débil.
- Mierda... – Mortimer miró a la jaula por unos segundos y luego observó a Daya esquivando los ataques del robot - ¿Qué parte de esa mala bestia necesitas ver en concreto? – preguntó al final descendiendo de la pila de coches.
- Su módulo de órdenes – Le explicó Cassidy – Es un panel de circuitos que se introduce en una ranura situada en la parte delantera del robot, a la altura de su cintura. Si logro acertarle en esa zona, le detendremos.
- ... Claro, como suena tan fácil – Ironizó Mortimer saltando por fin al suelo y poniéndose a gritar como un poseso para llamar la atención del robot - ¡Eh, armatoste! ¡Eh, eh! ¡Vamos, montón de chatarra, ven por aquí!
                   El robot ignoró completamente los gritos de Mortimer quien, por más que gritaba y hacía aspavientos con los brazos levantados en alto, no lograba atraer la atención del gigante metálico.
- Esto no funciona, compañero – informó a Cassidy – Ese montón de hojalata parece estar obsesionado con la muchacha.
- Es por el módulo de órdenes – Le explicó su amigo – Su único objetivo es Daya y no se detendrá hasta que acabe con ella.
- Bien. Entonces aprovecharé que me ignora para plantarme delante de él y dispararle en ese módulo del demonio.
- Negativo – Le disuadió su amigo – Su objetivo será la chica, pero no dudará en destruir todo aquello que se ponga en su camino para llegar hasta ella. Dile a Daya que haga lo posible por ponérmele en una buena posición y yo haré el resto.
- A la orden, compañero. Y asegúrate de no errar el tiro, ¿de acuerdo?
- Me ofendes – espetó Cassidy fingiendo estar molesto -, ¿cuándo he fallado yo un tiro?

CONTINÚA