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Bastardo del Caos. Capítulo 3 (1)

3 – Trabajo

— ¿Tú vives con el viejo lo…? —Irina se muerde la lengua antes de terminar la última palabra— Con Otis. ¿Vives con Otis?
— Sí —contesta Samael mientras acaricia el lomo de Berta.
— He oído que te encontró en la orilla del río, hace casi tres años —apunta Naray.
— Sí.
—…Y que no tienes recuerdos de tu pasado.
— Así es —responde Samael.
— ¿No recuerdas nada? ¿Ni siquiera a tus padres, o a tus hermanos? ¿Tampoco sabes tu nombre? —La muchacha hace esas preguntas casi en voz baja, como si temiera herirle.
— No…
— Lo lamento.
— No te preocupes —La disculpa él—. Otis siempre me dice que lo recordaré todo algún día.
— Espero que sea verdad y puedas recordarlo…
— Julian —dice en ese momento Irina.
— ¿Perdona? —Naray le lanza a su hermana una mirada inquisitiva.
— Tiene cara de llamarse Julian —apunta risueña la niña.
— Ignórala —Le dice la muchacha a Samael con un cuchicheo—. Hace un año pasó por aquí un caballero armado que se llamaba así. Desde entonces, mi hermana se ha enamorado de ese nombre… y también del caballero.
— ¡Estás cuchicheando! ¡Se lo diré a padre! —espeta enfadada la pequeña.
— No cuchicheamos.
— ¡Sí cuchicheáis!
— Te digo que no cuchicheamos.
— ¡Y yo te digo que sí! —Irina le saca la lengua a su hermana a modo de punto y final de la conversación.
***
— Me gustaría mucho poder ayudarte, Otis. De veras —Ledon lamenta profundamente tener que negarle el favor al anciano, pues le aprecia en sumo grado—. Por desgracia, esta casa ya es demasiado pequeña para nosotros cuatro.
— Vaya… —Otis se mesa la barbilla pensativo y ligeramente contrariado— Pensé que podrías hacelte calgo del nene. No sé qué voy a hacel ahora…
— Creo que, aún así, puedo ayudarte —apunta Ledon posando su mano derecha sobre la rodilla del anciano—. Magnus, el herrero del pueblo, busca un aprendiz. El que tenía se alistó en el ejército, por lo que ahora está buscando un nuevo ayudante.
— ¿Un herrero?
— Es un buen hombre —Le tranquiliza Ledon con un sonrisa—. Un poco cabezota a veces, pero tiene buen corazón. Al chico le vendrá bien aprender un oficio. Y Magnus le proveerá de un lugar donde comer y dormir.
— De aueldo —asiente Otis al convencerse—. ¿Puedes llevalle hoy con ese Magnus?
— Puedes hacerlo tú, sí quieres. Vive al final de esta calle…
— No, no —Otis hace un pequeño aspaviento con su mano derecha, mientras con la izquierda mitiga otro acceso de tos—. Se me da mal hablal con desconocidos. Tú tienes más confianza con él.
— Por mí no hay problema —Ledon se encoge de hombros—. Pero ¿tiene que ser hoy mismo?
— Sí. Ya no volveré a la granja —explica Otis—. Me voy a casa de mi helmano. Le mandé una calta hace unos días para avisalle. Como te dije, me queda poco tiempo y no quiero moril solo. Y, pol descontado, tampoco quiero dejal solo al nene.
— Me entristece oírte hablar así, Otis.… —Ledon se lleva la mano a la boca con semblante compungido— Está bien. Si ese es tu deseo, llevaré al chico ante Magnus.
— Te lo agradezco de veras —Otis se pone en pie con gesto cansado— Pues entonces, es hora de despedilse. Cuidaros mucho. ¿De acueldo?
— Lo mismo te digo, amigo —Ledon le da un sentido abrazo—. Lo mismo te digo.
***
                   Samael ve salir a Otis de la casa, seguido del padre de las dos niñas. El chico se encamina hacia la carreta cuando el anciano le hace señas para que se acerque a él. Samael obedece y acude a su lado.
— Nene —Otis le pone las manos sobre los hombros cuando se arrodilla para hablarle—. Ha llegado el momento en el que nuestros caminos se separan.
— ¿No voy contigo?
— No —El anciano señala al padre de Irina y Naray—. Este hombre te llevará a un sitio donde estarás mejol.
— ¿Por qué? —Samael no entiende los motivos de esta repentina decisión. La incredulidad se refleja en sus ojos.
— Es lo mejol que puedo hacel pol ti, nene. Necesitas un buen lugal donde vivil y hacelte un hombre de provecho.
— ¿Por qué? —El muchacho apenas oye las palabras del anciano.
— Yo… Yo ya estoy mù viejo, nene. No puedo ocupalme de ti como debe sel. Ellos sabrán cuidalte mejol. Entiéndelo.
— ¿Por qué?
— Debes sel fuelte —Otis le da un abrazo lleno de todo su cariño —. Prométeme que te harás un hombre fuelte y bueno. Prométemelo, nene.
— ¿¡Por qué!? —Samael grita esta vez las palabras, mientras sus ojos se inundan en amargas lágrimas— ¡No quiero quedarme aquí! ¡Quiero ir contigo, Otis! ¡Quiero estar contigo!
— Lo siento, nene… —El anciano ya no puede reprimir el llanto y deja que las lágrimas resbalen por sus mejillas, surcadas de arrugas— No puede sel.
                   Otis se levanta del suelo a duras penas. Va hasta la carreta y saca uno de los fardos que había cargado en ella anteriormente. Le entrega el paquete a Samael, dejándolo junto a sus pies, y le acaricia la cabeza con una mano temblorosa. Luego, da media vuelta y se sube a la carreta. Antes de ponerse en marcha, se dirige por última vez al chico.
— Prométeme que harás lo posible pol recoldal tu nombre, nene.
                   Samael no le responde. Mira al suelo, inmóvil, regando la tierra con sus lágrimas, los puños apretados. Otis arrea a Berta con dos suaves tirones de las bridas y, carreta, burra y anciano, se ponen en marcha y se alejan por la carretera de tierra. En ese momento, un resorte sacude a Samael en su interior. Explotando de rabia e impotencia, sale a la carretera para gritar a pleno pulmón.
— ¡Te lo prometo, Otis!
***
                   Saamel sigue a Ledon por el camino de tierra de la ancha calle del pueblo. Las pequeñas hileras de casas pasan a su lado como soldados estáticos de variados colores y formas, pero el muchacho casi ni les presta atención. Ledon le guía con una mano en el hombro, a modo de lazo protector contra las curiosas miradas de los vecinos, mientras que con la otra le señala algunas cosas que él cree de importancia. Saamel apenas le escucha. Camina con la cabeza baja y la mirada perdida. De repente se para en seco y le pregunta a Ledon.
— ¿Otis se muere?
                   El hombre guarda silencio unos segundos. Finalmente, arrodillándose a su lado, le pone las manos sobre los hombros y le contesta.
— Él no quería que te quedases solo, por eso te ha traído aquí. ¿Lo entiendes, verdad?
                   Samael asiente con una leve inclinación de cabeza. Luego, tras mirar el azul del cielo y las pequeñas nubes dispersas que lo recorren, reemprende la marcha. Ledon le sigue. Ninguno de los dos vuelve a decir nada durante el resto del trayecto.

CONTINUARÁ

Bastardo del Caos. Capítulo 2 (2)

CAPÍTULO 2 (2)

                    La carreta se detiene frente a la portilla de una casa de dos plantas, paredes blancas de cal y tejado de pizarra negra. El edificio forma un bloque largo junto con otros tres más, separados todos ellos con vallas bajas de madera. Cada uno de los bloques de edificios dispone de un pequeño jardín delantero, siendo este terreno delimitado por el vallado.
                   Berta rebuzna un par de veces, como si anunciara a los dueños de la casa su llegada. Otis se baja y le pide a Samael que le acompañe. El muchacho obedece y sigue al anciano. En la portilla se puede ver un cartel que reza “Hansen”. Otis la abre y cruza el jardín por un estrecho camino de losas grises y disformes. Cuando llegan ante la puerta de entrada de la casa, ésta se abre y del interior sale corriendo una niña.
                   La pequeña, de apenas siete primaveras de edad, tiene el cabello castaño y lleno de tirabuzones. Sus ojos son de un verde muy oscuro, de pupilas grandes y llenas de vida. Pequeñas pecas se dispersan por sus mejillas y su boca se abre mucho para gritar llena de alegría.
— ¡Berta, Berta, Berta! —Corre jubilosa a abrazar a la burra, que recibe la muestra de afecto con un rebuznar alegre— ¿Ese viejo loco te ha hecho trabajar mucho hoy?
— ¡Irina! —La fuerte voz de un hombre provoca que la niña agache la cabeza— ¿Qué habíamos hablado acerca de las burras?
— ¿Qué son animales de carga? —responde la niña sumisa mientras lanza una mirada de soslayo.
— ¿Y qué más?
— Que los animales de carga existen para ayudarnos.
— ¿Y qué te he dicho de llamar a Otis viejo loco?
— Que no debo insultar a las personas mayores —contesta la niña en voz baja y a regañadientes.
— No te oigo…
— ¡Que no debo insultar a las personas mayores! —repite, esta vez en voz bien alta.
— Pues pídele disculpas al señor Otis, ahora mismo —Ordena el hombre.
— Lo siento —Obedece ella, agachando la cabeza en gesto de reverencia.
— No te preocupares, pequeña —Ríe el anciano, quitándole importancia al suceso—. En veldad que estoy loco.
— Disculpa a esta pequeña maleducada —El hombre sonríe amablemente—. No sé de dónde saca esos modales, en serio.
— Los niños son sinceros —repone Otis—; no hay que disculpalse pol eso. ¿Podemos hablal?
— Por supuesto. Pasa adentro. Le pediré a mi mujer que nos prepare algo de beber ¿de acuerdo?
— No diré que no a un vaso de vino. No señol —Ríe Otis entrando en la casa.
***
— Irina —La niña extiende una mano abierta hacia Samael—. Gusto conocer.
                   Samael no sabe qué decir. La pequeña, viendo que él no reacciona, se mira la mano con gesto extrañado, como si hubiera algo en ella que no está bien colocado. Al final, tras encogerse de hombros, estrecha la mano del muchacho por iniciativa propia.
— Tienes que saludar así —Le explica, moviendo las manos estrechadas arriba y abajo—. Y luego dices cómo te llamas.
— Lo siento —Se disculpa éste—. Pero no sé mi nombre…
— ¿No? —La niña se muestra muy sorprendida ante ese dato.
— Irina, no molestes a ese chico —Una muchacha, de la edad de Samael, hace acto de presencia en la puerta de entrada.
— Dice que no sabe su nombre, hermana —La pequeña señala a Samael, al tiempo que se tapa la boca para ocultar una risita que se le escapa.
— Disculpa a mi hermana —Añade la recién llegada—. A veces puede resultar de lo más impertinente.
                   La muchacha tiene el pelo castaño, corto y alborotado. Sus ojos son de color almendra, y su mirada deja al pobre Samael al borde del colapso nervioso.
— H-Hola… —Logra saludar por fin.
— Me llamo Naray. Encantada.
— I-Igualmente.
— ¿Has venido con el viejo Otis?
— Sí. Vivo con él, en su granja.
— ¡El viejo está loco! —espeta Irina girando su dedo índice cerca de la sien.
— Irina ¿qué te ha dicho padre?
— Que no se insulta a los mayores… —responde la pequeña mientras agacha la cabeza avergonzada — Pero está loco —Sentencia en voz baja al final.
***
                   La sala en la que entran el padre de las niñas y Otis es pequeña pero acogedora. Hay una chimenea de ladrillos de adobe, con el fuego encendido, y ante la cual se sitúan dos pequeñas butacas de color verde oliva. El padre de las niñas se sienta en una de ellas e invita a Otis a usar la otra. Sobre la repisa de la chimenea se ven dos tiestos con amapolas, que flanquean un retrato pintado a mano de un matrimonio de ancianos. Más cuadros y tiestos floridos decoran los estantes esparcidos por las paredes de la sala. Hay colocada una mesita baja de madera entre ambas butacas. El sol entra generosamente por una ventana adornada con dos cortinas decoradas con encajes.
                   Cuando el anciano toma asiento, la tos le ataca de nuevo. Saca el usado pañuelo de tela y se lo lleva a la boca para mitigar los coscojos en lo máximo posible, sin lograr el efecto deseado.
— Te veo mal, Otis —apunta con preocupación el hombre—. Deberías dejar que te visitara un médico.
— No, Ledon —El anciano ahoga un carraspeo antes de guardar el pañuelo—. Poco puede ayudalme ya un matasanos.
— ¿Tan mal estás?
— Creo que no llegaré a vel la próxima primavera, amigo —afirma Otis encogiéndose de hombros.
— No digas tonterías, viejo —Le recrimina Ledon—. Te queda aún mucho tiempo por delante para dar guerra.
— No, no… —Otis suspira con resignación— Mucho me temo que mis días están contados. Es pol eso que he venido a velte.
— Empiezas a preocuparme seriamente, Otis —apunta Ledon—. No me gusta nada oírte hablar así. Es como si hubieras tirado la toalla…
— No se trata de eso —Señala el anciano con un ligero aspaviento de manos—. Es, simplemente, que uno se da cuenta de estas cosas. Créeme.
— Bueno, pues en mi casa no quiero verte de esa guisa ¿estamos? —Le recrimina Ledon— Hay que mirar siempre al futuro con optimismo. Además, teniendo a tu lado al chico…
— Precisamente de él quería hablalte; del nene.
— Nene… —Ledon recalca la palabra con una media sonrisa dibujada en los labios— ¿Por qué no le has puesto nombre al chico aún? ¿No te parece que necesita tener uno?
— Ya tiene uno —apunta el anciano—. Y, cuando lo recuelde ¿de qué le selvirá el que yo le ponga?
— Ya, pero ¿y si no lo recuerda nunca? ¿Te has parado a pensar en eso?
— Bueno, yo estoy seguro de que lo recoldará. Pero, de no sel así, será él mismo quien decida cómo llamalse.
— Tú verás, anciano —Conviene Ledon sin mucho optimismo—. Yo no lo veo tan claro, la verdad. Y, bien ¿de qué querías hablarme con respecto al chico, entonces?
— Necesito que te quedes con él. Pol favol.

CONTINUARÁ

Bastardo del Caos. Capítulo 2 (1)

2 – Claroscuros

                   Durante los dos primeros meses de vida en la granja de Otis, el muchacho no sale de la misma para nada. Ayuda al anciano en las labores domésticas y, cuando éste viaja hasta el pueblo a vender sus mercancías, él se queda en la casa a esperarle. Cuatro meses después, el muchacho decide acompañar al anciano hasta el pueblo por vez primera. No se apea de la carreta para nada, y apenas se atreve a mirar a la gente, mucho menos a hablar con nadie. Sin embargo, desde ese día, su espíritu recupera algo de calma y se abre un poco más al contacto con el exterior. Algunas veces, muy pocas, logra esbozar una sonrisa.
                   Pasan dos años más, y Samael se siente ya parte de la granja y de la vida del anciano. Colabora en las faenas de la granja; arregla la huerta y la riega todos los días, alimenta y cuida a Berta y, en ocasiones, limpia y barre la casa entera. Se siente feliz de ayudar al anciano. En su interior, sin embargo, queda aún un pequeño vacío que no logra llenar del todo. Un vacío que, en las noches lluviosas, parece crecer y cobrar vida propia. Es en esos momentos cuando el muchacho canta una vieja canción. No recuerda dónde la ha oído antes pero, de forma extraña, le reconforta cantarla.
***
                   Es otra mañana más en la granja del viejo Otis. Se acerca el otoño y los árboles muestran ya en sus hojas el característico color marrón. El viento empieza a ser algo más frío y las noches más largas. Samael se ha pasado las dos últimas semanas recogiendo leña y cortándola, siguiendo las instrucciones de Otis. Juntos, el anciano y él, han reconstruido el cobertizo en donde guardan a Berta y la carreta. La vieja mula no muestra mucha confianza a la hora de estrenar su nueva casa, por lo que Samael y Otis se ven en apuros al hacerla entrar en el cobertizo. Tras una media hora de forcejeos, y con la ayuda de un par de zanahorias, Berta entra por fin en su recién estrenada casa.
                   Los forcejeos con la vieja mula agotan al anciano, que necesita sentarse sobre el tocón de madera para coger un poco de aire. Se abanica con el sombrero raído de paja que usa a menudo para resguardarse del sol. Respira con dificultad y su frente se perla de gotitas de sudor, que se limpia enseguida con el dorso de la mano.
— Condenada mula… —Refunfuña por lo bajo entre jadeos— Cada día es más tozuda.
— ¿Estás bien, abuelo? —Samael hace tiempo que le llama así a Otis. Pese a las reticencias por parte de éste, el chico insiste en considerarle como tal.
— Sí, sí… Toy bien, no te preocupares —Otis hace un aspaviento con la mano para quitarle importancia al asunto.
                   De repente el anciano comienza a toser con fuerza. Empieza con un leve coscojo y sigue con una tos bronca. Samael acude presto a atender al anciano. Le da pequeños golpecitos en la espalda para ayudarle a esputar, pero el viejo le hace enérgicos gestos con la mano para que pare.
— Tráeme agua, nene —Le pide entre coscojo y coscojo.
                   Cuando Samael va en busca del agua, Otis escupe en el suelo una flema sanguinolenta, que se apresura a enterrar en la arena con la ayuda de su bota. El chico llega con un vaso de agua y Otis bebe un poco.
— Uno ya tá mú viejo, nene —Ya más calmado, el anciano ríe para tranquilizarle—. La saliva, que se mete pol el camino equivocado y pasa lo que pasa. No te preocupares.
***
                   Pasan las semanas en la granja. El otoño extiende ya su manto marrón sobre el suelo y el viento sacude de los árboles las pocas hojas muertas que quedan prendidas en las ramas. La tos de Otis no se cura. Por las noches, Samael oye al anciano toser convulsivamente. Con cada coscojo llega una maldición apagada. El muchacho le prepara algunos remedios para intentar paliar la tos, pero esta parece empeorar cada día más. Cada vez que le pide al anciano que vaya al pueblo a que le mire un médico, éste rehúsa, pues no se fía de los matasanos. Samael cuida de Otis con total dedicación, para él, el anciano lo es todo en la vida. Una vida resumida en aquella pequeña granja.
***
                   Amanece un día más y el anciano prepara a la vieja Berta para ir, como ya es costumbre, al pueblo vecino. Samael ayuda a su abuelo en los preparativos. Para su sorpresa, cuando se dispone a coger los cacharros para vender, el anciano le hace una señal negativa con la cabeza.
— No hace falta, nene —Le dice con voz queda—. Hoy no vamos a vendel.
                   Samael no entiende lo que pasa, pero no dice nada al respecto. Se limita a enganchar a Berta a la carreta. El anciano entra un momento en la casa y sale después con un pequeño fardo, que coloca en la carreta. Sube con movimientos cansados al pescante y emprenden la marcha.
                   Durante el trayecto, Otis permanece callado, pensativo, casi en las nubes. Samael, por su parte, no para de hablar sobre las cosas que ven por el camino. El viejo sufre otro acceso de tos y, tras escupir una espesa flema de sangre, suelta un juramento en voz baja. Deja las riendas al muchacho, mientras él mitiga los últimos estertores de tos y se limpia la boca con un gastado pañuelo. Samael va silbando la canción que tantas noches le ha calmado.
                   El aire es seco y frío, y parece cargado de tristeza. Arrastra en el cielo nubes grises que se empeñan en ocultar un sol que casi no calienta. El otoño da sus últimos coletazos de vida.

CONTINUARÁ

Bastardo del Caos. Capítulo 1

1 – El viejo Otis

                   Está tumbado boca abajo, con la cara de lado. Los rayos de sol acarician su piel y le dan calor en la mejilla. Abre los ojos lentamente y la luz le provoca una punzada de dolor en el entrecejo. Todo está borroso. Trata de moverse, pero el cuerpo no le responde. Siente náuseas. Una bocanada de agua sube por su garganta y escapa de su boca tras una fuerte arcada. Oye pasos y una voz cerca de él, pero, al intentar moverse, vuelve a caer en la inconsciencia. Todo a su alrededor es oscuridad.
                   Vuelven las arcadas, con un nuevo vómito de agua y algo de tos. Alguien lo zarandea y le da pequeños sopapos. Abre los ojos, pero su visión sigue siendo borrosa. Regresa la inconsciencia y, con ella, la oscuridad. Ve a sus padres a lo lejos, y trata de alcanzarles, pero ellos no le esperan. Les ve darse la vuelta y alejarse de él, que les llama con todas sus fuerzas, pero no le hacen caso. Entonces él rompe a llorar.
***
                   Abre los ojos poco a poco. Su vista, aún borrosa, se va aclarando poco a poco. Tiene la garganta reseca y le duele todo el cuerpo. Alguien le ayuda a incorporarse y le acerca un vaso a la boca.
— Ahí tá, nene. Ahí tá —La voz carrasposa de un anciano le conmina a probar del vaso que le ofrece—. Bébetela tóa. Bébetela. T’ayudará.
                   Samael agarra el vaso con manos temblorosas y da un sorbo. El líquido desciende por su garganta y el sabor a vino con especias inunda su paladar. El brebaje, caliente, recorre el interior de su cuerpo como una agradable ola.
— ¿Tá caliente, veldad? —El anciano ríe quedamente— Sí, sí lo tá. Bueno p’al cuelpo, nene. Mú bueno.
                   Samael tose un par de veces y el anciano le golpea en la espalda para ayudarle a reponerse. El muchacho echa una ojeada al lugar en el que se encuentran. Están sentados, el anciano y él, sobre un destartalado colchón lleno de bultos. Se hallan en un pequeño cuarto, con diversos trastos amontonados en varios sitios. La luz del sol entra en la estancia por una pequeña ventana situada en una de las paredes. Las motitas de polvo danzan en los rayos de luz como microscópicas estrellas.
— Come, nene.
                   El anciano le pasa un cuenco, con gachas calientes y humeantes, y una cuchara de madera. Samael los coge y prueba un pequeño bocado, que le quema la punta de la lengua.
— Tú come, nene —Le apremia sonriendo el hombre—. Caliente. Caliente.
                   Samael obedece y se obliga a comer. La comida le resulta más sabrosa de lo que esperaba y, segundos después, se sorprende a sí mismo devorando con avidez el resto de las gachas.
— No prisa, no prisa —El anciano ríe complacido ante el voraz apetito del chico—. Buena comida hace Otis ¿sí?
— ¿Tú… eres… Otis?
— Sí, sí. Otis —El anciano se señala en el pecho con una mano—. ¿Y tú, nene?
                   Samael se queda callado en ese momento, y su mente se vuelve ausente. Agacha taciturno la cabeza y responde entre dientes.
— No lo sé…
***
                   Se queda el resto del día en el cuarto, sentado sobre el desvencijado colchón con las piernas dobladas, los brazos rodeándolas y la cara hundida entre las rodillas. Pasa encerrado en ese pequeño cuarto las dos semanas siguientes. No habla apenas nada, solo algún monosílabo de cuando en cuando. Permanece sentado en el colchón sin hacer nada. Otis se pasa por allí cada poco; bien con alguna de las comidas, bien para hacerle un poco de compañía. Se sienta a su lado y ambos permanecen en silencio en la habitación. El muchacho llora por las noches y permanece callado por el día. Come cuando Otis le trae la comida y duerme cuando la luz del sol deja de entrar por la ventana. Al decimoquinto día de encierro su estado de ánimo mejora levemente. Siente la necesidad de salir a la calle, de sentir el sol en su cara y el aire limpio en sus pulmones.
***
                   Se levanta del colchón con cierta dificultad, pues está algo débil. Al ponerse en pie siente un leve mareo que le hace tambalearse un poco. Sale del cuarto y cruza un corto y estrecho pasillo, que da a una rústica y sencilla cocina, donde se ven una mesa y una silla de madera, presas ambas hace tiempo de las polillas. Abre la puerta que da a la calle, haciendo chirriar sus bisagras, y sale al exterior. La luz del sol le hace daño en los ojos y se ve forzado a cerrarlos de golpe. Para poder habituar la vista a la claridad del día, hace visera con la mano derecha, mientras echa una ojeada a su alrededor.
                   Una valla de madera, formada con maderos largos clavados horizontalmente a estacas, rodea las pocas propiedades del viejo Otis; la pequeña casa, un destartalado cobertizo, una fuente de agua, un abrevadero de piedra, una huerta, una vieja mula y una carreta de dos ruedas.
— Hola, nene.
                   El anciano le saluda al verle. Está cortando leña sobre un tocón de madera. Samael se acerca a él y le devuelve el saludo.
— ¿Ya recueldas tu nombre, nene? —El viejo le hace la pregunta sin apenas mirarle, siguiendo con su labor.
— N-no… —Samael agacha la cabeza al responder. Se siente avergonzado y algo tonto por no poder decir su nombre.
— Bueno… —Otis hace un ligero aspaviento con la mano derecha, para restarle importancia al asunto— Cuando la chota se cierra en banda, no hay tu tía —El anciano hace girar su dedo índice cerca de la sien—.  Seguro que lo recueldas el día menos pensado. Ya lo verás, nene.
— ¿E-Esta casa… es tuya? —pregunta Samael con interés.
— Ajá —contesta el viejo sonriendo.
— ¿En qué trabajas?
— Vendo cosas, nene —responde Otis—. La gente tira trastos a la basura ¿sabes? Yo los recojo, los arreglo y los vendo en el pueblo vecino. Berta me lleva —El anciano señala a la mula que pasta cerca de ellos—, pero ella tá mú vieja ya, la pobre.
— ¿Y ganas mucho dinero?
— Lo bastante como para podel vivil… que no es poco, nene —Ríe Otis enseñando sus dientes amarillentos.
— ¿Qué haces ahora?
— Cortar leña para la cocina.
— ¿P-Puedo ayudarte?
— ¿Ayudalme? —Otis le mira con gesto contrariado— No, nene. Tú eres mi invitado ¿veldad? Y, que yo sepa, los invitados no trabajan. Tú te sientas y descansas ¿vale? El viejo Otis lo hace todo. No te preocupares.
— Yo quería… —Samael quiere pedirle algo, pero le gana la vergüenza y se calla.
— Ah, tú no te preocupares, digo —Ríe de nuevo Otis, imaginando lo que pasa por la cabeza del chico en ese momento—. Eres mi invitado. Puedes quedalte cuanto quieras ¿d’acueldo? Ea… Pues no hay más que hablal.
                   Samael le devuelve una torpe sonrisa al anciano y se acerca a donde la burra está pastando. Le acaricia el lomo y ella rebuzna una vez, agradeciendo el gesto. El chico intenta poner su mente en claro y ordenar los pedazos rotos de sus recuerdos. Es un rompecabezas al que, siente, le faltan algunas piezas, y no sabe si podrá completarle alguna vez. Las preguntas se amontonan en su cabeza: ¿Cómo se llama? ¿Dónde está su casa? ¿Y sus padres? ¿Tiene hermanos?
                   Las respuestas, sospecha, pueden tardar mucho tiempo en llegar.

CONTINUARÁ

Bastardo del Caos. Prólogo

-Prólogo-

                   El sol brilla en lo alto en aquella tarde de verano sobre las tierras del condado de Sunam. Hace mucho calor, y hombres y bestias por igual buscan una sombra donde escapar de aquel agobiante bochorno. El pequeño Samael, de apenas nueve primaveras recién cumplidas, disfruta de ese día veraniego tumbado sobre un montón de heno. Mordisquea una brizna de paja entre sus dientes, mientras tararea una antigua canción que le enseñara su madre tiempo atrás. En el cielo, algunas nubes se pasean formando variopintas formas. Hace ya una hora que Samael terminó las labores de la granja, y sabe que sus padres no le molestarán en un buen rato con tareas nuevas. No puede decir lo mismo de su amigo Isma.
— ¿Te vienes al río? —el muchacho, de su misma edad, le mira con ojos vivarachos, esperando una pronta respuesta.
— No —contesta él escuetamente.
— Venga, Samael —Le apremia su amigo—. Van a ir todos —Con todos, el muchacho se refiere al grupo de chiquillos del lugar que se reúnen siempre para jugar.
— Hoy no tengo ganas, Isma. Vete tú.
— Pues vale, me voy. Adiós, aburrido.
                   Su amigo no insiste más y le deja tranquilo. Sabe de sobra que es inútil intentar hacerle cambiar de opinión. Samael vuelve a quedarse solo, mirando las nubes pasar y disfrutando del calor del día. Minutos más tarde, y un poco harto del hastío de no hacer nada, decide que sería buena idea ir al bosque a pasear. Se levanta de un salto y se encamina al cobertizo que tienen en la parte trasera de la granja, esperando encontrar allí a su madre y así pedirle permiso. En efecto, la mujer se encuentra ahí, atendiendo a las aves de corral.
                   Es muy guapa, pese a rondar ya los cincuenta años. Tiene el cabello negro, recogido en un tosco moño. Sus ojos son de un azul oscuro, como el mar profundo. Es de cuerpo robusto, pero esbelto, y de brazos fuertes y manos firmes. Cuando ve llegar a su hijo, le dedica una amplia sonrisa afectuosa. Samael se acerca a ella y le hace la pregunta.
— ¿Se lo has pedido a tu padre? —responde ella sin dejar de atender a las gallinas.
— No. ¿Dónde está? —pregunta él.
— Mira a ver en el pozo —Le indica su madre—. A lo mejor está sacando agua para las vacas.
— Vale.
                   Samael se dirige al pozo, tal y como le indica su madre. Allí encuentra a su padre, izando un cubo lleno de agua y posándolo en el suelo. El hombre es alto, fornido, de espalda y hombros anchos, mentón pronunciado, mostacho poblado, al igual que las patillas, y nariz gruesa. La mirada de sus ojos castaños denota toda una vida dedicada al trabajo duro. Cuando ve llegar a su hijo, ya se figura lo que viene a continuación, así que le ataja con otra pregunta.
— ¿Has hecho ya las labores?
— Todas —contesta el chico risueño.
— Está bien —Concede su padre segundos después—; pero no te alejes mucho y no tardes en volver. Tienes que ayudarme a guardar el ganado. ¿Entendido?
— Entendido —Samael, contento por recibir el permiso, echa a correr en dirección al bosque, sin esperar a más indicaciones de su padre.
***
                   El bosque es grande y frondoso, formado en su mayor parte por robles, hayas y encinas. Samael lo recorre con seguridad, pues se conoce esa parte, la zona noroeste, como la palma de su mano. Nunca ha ido más adentro, pues los peligros que el bosque encierra, le dice a menudo su padre, son demasiados como para enumerarlos. Tampoco necesita adentrarse más. Samael se conforma con subirse a lo alto de un enorme roble centenario. Desde sus ramas más altas, el chico divisa perfectamente la granja de sus padres, así como la de sus vecinos, los Valenson. Se pasa allí arriba muchas horas, contemplando el paisaje que la naturaleza le regala. Disfruta con los olores que el viento lleva hasta su nariz. Escucha con atención los ruidos de todo cuanto le rodea; aquí un pájaro carpintero, repiqueteando contra la corteza de un árbol; allí una madre osa, con sus dos oseznos juguetones; allá una cierva, con un cervatillo siguiéndola con pequeños y nerviosos brincos. Todo aquello le fascina y entretiene a Samael más que ningún otro juego. Sin embargo, esa tarde, algo es distinto. El bosque ha enmudecido.
***
                   No hay ruidos. Samael se da cuenta de repente. Abre los ojos y sale de su ensimismamiento cotidiano y escruta los alrededores. Los pájaros no trinan. Los ciervos brincan asustados de un lado a otro, sin detenerse a mirar atrás. No hay ardillas correteando por las ramas. Samael presiente que algo va mal, pero no sabe bien el qué. Olisquea el aire, y a sus fosas nasales llegan nuevos olores, que no pertenecen al bosque. Y entonces los ve llegar.
                   Son hombres. Un grupo numeroso, se dice Samael, a juzgar por el ruido de sus pisadas, pese a que pretenden ser lo menos ruidosos posible. Visten capas granates encapuchadas, casacas vede oliva sobre camisas blancas, de mangas anchas, y botas altas de cuero. Portan espadas cortas y rodelas. A la cabeza del grupo, de unos veinte hombres, va el líder. Es bajo y de cuerpo robusto, con músculos marcados. Luce un poblado mostacho negro y una mandíbula ancha. También tiene una curiosa cicatriz, en forma de zig-zag, en la parte baja de la mejilla izquierda. Samael sabe enseguida quienes son, pues ha oído contar historias acerca de ellos a los mayores. Son saqueadores.
                   Se les conoce como el Clan del Garfio, una banda de saqueadores que merodean por las provincias. Sus ataques son rápidos y contundentes, y su huída es más rápida aún. Cuando atacan una aldea, dejan tras de sí casas ardiendo y cuervos y buitres alimentándose de los cadáveres. Sus golpes están bien planeados y orquestados por su líder, Gonzo Aldorán. Es un hombre rudo y severo, que mantiene a sus hombres sometidos bajo una férrea disciplina casi militar. Su arma favorita es un garfio, que maneja con tanta efectividad como otros las espadas. No tolera la indisciplina entre sus hombres, y no duda en aplicarles severos castigos cuando eso ocurre. Es temido y respetado por todos ellos, que lo siguen y obedecen en todo. El joven Samael se pregunta qué es lo que hacen allí. Una terrible sospecha hace mella en su corazón, como una nube gris enorme que, de pronto, tapa el sol en el cielo.
                   La banda de Gonzo pasa bajo sus pies, pero nadie le ve. Samael quiere bajar del árbol y correr a avisar a sus padres, pero algo se lo impide. Sus piernas se han puesto a temblar, al igual que su mandíbula. Sus manos están agarrotadas, clavando las uñas en la corteza de la rama sobre la que está sentado. Quiere moverse, pero su cuerpo no le obedece. Quiere gritar, pero su garganta no emite sonido alguno. Está muerto de miedo. Lo único que puede hacer es echarse a llorar.
***
                   Ve la columna de humo denso y gris, que emerge de la granja de sus padres. Oye los gritos de mujeres y niños, e incluso una de esas voces le parece la de su amigo Isma. Pasan los minutos y él sigue subido a la rama más alta del árbol, sin atreverse siquiera a moverse. Le tiembla todo el cuerpo y las lágrimas resbalan por sus mejillas. Llama a sus padres repetidas veces, ahogando su voz entre los sollozos que intenta aplacar. Llega la noche y los gritos cesan con ella. Los fuegos que consumen los restos de las granjas tiñen la oscuridad de retazos anaranjados. Samael está ido, ausente. Su cerebro busca una vía de escape a aquella atroz pesadilla y le sume en un sueño profundo. El chico se hunde en las tinieblas, llamando en un último sollozo a sus padres.
***
                   Pasa la noche y llegan los primeros rayos de sol. Samael está aterido de frío y le duelen todos los músculos. Se refriega con las manos los ojos irritados por el llanto y decide bajar del árbol. Obliga a sus piernas a moverse, y también al resto de su cuerpo, anquilosado por la larga inactividad nocturna en una posición incómoda. A trompicones, logra llegar al suelo. Ya abajo, se queda parado en el mismo sitio, sin saber a dónde ir ahora. Bueno, sí que lo sabe, pero no se atreve. Teme encontrar lo que pueda haber allí. Se fuerza a sí mismo a ponerse en movimiento. Mueve un pie. Luego el otro. Y se encamina hacia la granja de sus padres. Ni siquiera corre. Camina lentamente y con pasos temblorosos.
                   Cuando por fin llega, se encuentra con los escombros aún humeantes de la que fuera su casa. Hay cuerpos tirados por el suelo. Reconoce en ellos a Oleg y Edna Valenson, los granjeros vecinos. Bajo el cuerpo de Edna, que yace debajo de su marido, asoman dos piernas más pequeñas. Son las de su hijo, el pequeño Ithan. Samael aparta la vista de aquellos cuerpos y avanza hacia su casa. Entonces los ve.
                   Sus cuerpos están tendidos en el suelo, a escasos metros de la entrada. A su madre le han cortado el cuello y a su padre, que yace tendido sobre ella, en actitud protectora, le han apuñalado por la espalda. Las moscas revolotean sobre el charco de sangre reseca que se ha formado junto a los cadáveres. Los ojos de su madre miran al vacío. Su padre los tiene cerrados. Samael se arrodilla junto a los cuerpos y, con una temblorosa mano, cierra los ojos de su madre. Entonces rompe a llorar una vez más, abrazado a ellos. Luego se levanta y echa a correr, gritando con todas sus fuerzas, sin levantar la vista del suelo y sin saber muy bien a dónde ir. Solo sabe que quiere alejarse de allí, lo más lejos posible. Las lágrimas inundan sus ojos cuando se adentra en el bosque. No se detiene. Sigue y sigue corriendo. Hasta que llega al río que cruza el bosque.
                   Vomita. Una, dos y hasta tres veces. De rodillas en el suelo, jadea y respira con dificultad, a causa del esfuerzo de la carrera. De repente se encuentra cansado y mareado. Y confuso. No sabe dónde está y se siente desorientado. Mira nervioso en todas direcciones, intentando reconocer algo que le sirva para ubicarse. Los ruidos del lugar le resultan amenazadores, como guardianes invisibles que le invitan a abandonar ese sitio. Vete de aquí, niño, parecen decirle.
                   Un matorral se mueve a su espalda y él, asustado, se gira bruscamente. Tropieza con una piedra y cae al agua. El río se lo traga sin consideraciones y lo envuelve en su gélido abrazo.
***
                   Samael trata de subir a la superficie, pero la corriente de agua lo arrastra hacia abajo, zarandeándole. Ha tragado agua al caer, y no tiene aire en los pulmones, que parecen ir a estallarle de un momento a otro. Cuando logra salir a la superficie, abre la boca para tragar una bocanada de aire. En ese momento, su cabeza golpea contra una roca y se ve abocado a las sombras de la inconsciencia, que lo engullen en un manto frío y negro. Su último pensamiento es para con sus padres. Piensa que todo ha sido una horrible pesadilla y que, cuando despierte, volverá a verlos. Sí, eso ocurrirá, se dice en esos últimos segundos de consciencia, despertaré y volveré a verlos.
                   La corriente lo arrastra durante varios kilómetros y, finalmente, deposita su cuerpo inerte en la orilla de un remanso.

CONTINUARÁ

Nuevas creaciones en Photoshop y Cinema4D

Próximamente...

El próximo lunes colgaré el inicio de una historia que 
he empezado a escribir estos días. No sé cada cuánto 
tiempo podré subir el resto de los capítulos, pues voy 
escribiéndola poco a poco.
Como siempre, agradeceros el que estéis por ahí. 
Un saludo.

-El Abuelo-

Tanque Bradock. Epílogo y final

-Epílogo familiar-

                   La enorme mansión con puerta doble de entrada, pintada en color blanco nieve, recibía la visita de dos hombres. A pesar de la diferencia corporal de ambos, y de su color de cabello, blanco el uno y negro el otro, sus caras eran prácticamente idénticas. Ambos portaban un paquete pequeño cada uno. El más fornido de los dos habló primero.
— Endola…
— Hermanito —El segundo pronunció la palabra con cierto retintín.
— ¿Todo bien?
— Como si te importase…
— ¿Otra piedra de Iris? —preguntó el mercenario al fijarse en el paquete que sostenía su hermano.
— ¿Otra botellita de vino Albarés? —preguntó Endola a su vez con irritación mal disimulada.
— ¿Eh? Ah, no. Tranquilo —Le informó Bradock—. Este año he optado por algo más clásico.
— Ya… Clásico…
— Oye ¿qué tal está Kalah?
— ¡Y yo qué sé! La dejé en el primer planeta que encontré y no la he vuelto a ver.
— Oh, vaya… Una cosa ¿cómo lograste meter todas aquellas nanonitas en mi nave? Había miles.
— Metí un pequeño grupo de ellas en el cinturón de la osariana —Le explicó a regañadientes su hermano—. Se auto-replicaban en intervalos de cinco minutos.
— Ah… Bien jugado —convino Bradock.
— Sí, bueno. No fue tan buena jugada. Después de todo, no conseguí lo que quería ¿verdad que no?
— Bueno, no se puede tener todo en la vida, hermano —apuntó Bradock adoptando una pose filosofal.
— Vete a la mierda, hermanito…
— Ah, sí, una cosa…
— ¿Qué narices quieres ahora? —espetó enojado su hermano.
— Cuando soplemos las velas del pastel de mamá, recuérdame decirte una cosa.
— ¿Qué cosa?
— Oh, después. Es una sorpresita —Bradock sonrió como un niño travieso.
+++
— ¿Encontraste ya la nave del señor Endola? —preguntó Roc a Neska.
— Sí —contestó ésta—. Ya he calibrado el rayo teletransportador con sus coordenadas.
— ¿Has reprogramado a nuestra “amiguita”?
— Por supuesto. El jefe hizo bien al guardarse una de ellas como recuerdo. Coloca en la bandeja el paquete.
— De acuerdo.
                   Roc obedeció a la computadora y colocó una cajita sobre la bandeja abierta en el cuadro de mandos. La recién estrenada nave era un regalo cortesía de Yugo, por los múltiples trabajos realizados en el pasado para él por el mercenario.
— ¿Crees que el señor Endola se enojará por esta broma? —preguntó Roc.
— Francamente querido —espetó la computadora—; me importa un bledo. Enviando “Caballo de Troya”.

-FIN-

Tanque Bradock. Capítulo 21

21 – Huida

                   Bradock se materializó de nuevo en el puente de mando de su nave. Se encontró con Roc, que le recibió alarmado.
— ¡Tenemos problemas, jefe! —Le dijo— Neska ha detectado nanonitas en los circuitos de la nave.
— ¡Lo sé! —Dijo Bradock— ¡Vete a la cápsula de salvamento y prepárala! Nos vamos de aquí.
— ¿Abandonamos la nave? —preguntó Roc sorprendido— ¿Y qué ocurre con Neska?
— ¡Nos la llevamos con nosotros!
— Las nanonitas están drenando la energía principal, jefe —Informó la computadora—. Capacidad al sesenta y dos por ciento, y bajando. Tiempo máximo para alcanzar el punto crítico del reactor; seis minutos.
— ¡Voy a desconectarte, Neska! —Le avisó Bradock a la computadora— Necesito sacar tu núcleo principal del cuadro de mandos para luego conectarte a Roc.
— ¿Es necesario hacer eso último?
— Lo siento, no se me ocurre mejor forma.
— Si no hay más remedio…
                   Bradock abrió un panel situado bajo el cuadro de mandos de la nave y sacó del interior una caja negra metálica con varios cables conectados a ella.
— ¿Qué cables debo conservar? —Le preguntó a la computadora.
— Sería suficiente con usar los dos cables rojos y el negro —explicó ésta.
— Vale —asintió el mercenario—. Es la primera vez que voy a hacer algo así. Reza para que no meta la pata.
— Pues será mejor que se dé prisa —Le advirtió Neska—. Detecto a las nanonitas cerca de mi núcleo.
— ¡Mierda! —Gruñó él— Lo siento Neska, pero voy a tener que ser algo brusco.
— Séalo, por favor… —Convino la computadora.
                   Bradock arrancó de un tirón todos los cables, rezando para no haber estropeado ninguno de los necesarios para ensamblar a la computadora con Roc. En ese momento, los ruidos de la maquinaria interna del puente de mando cesaron.
— Salgamos de aquí —dijo el mercenario amarrando la caja a su brazo derecho y echando a correr por el pasillo hacia la cápsula de salvamento.
                   Fue en ese instante cuando se dio cuenta de lo que suponía desconectar a Neska. La computadora controlaba los programas automatizados de casi toda la nave. Sin ella conectada, esos programas dejaban de funcionar. La apertura de las puertas era uno de esos programas. Roc lo observaba con incredulidad desde el otro lado del grueso cristal de la puerta que los separaba.
— ¿Puedes abrirla desde ahí? —Le preguntó al androide.
— Puedo —afirmó éste—; pero tardaría demasiado tiempo… Y no tenemos mucho, la verdad.
— Entonces ocúpate de preparar la cápsula —Le ordenó Bradock—. Yo encontraré el modo de llegar ahí.
— De acuerdo —asintió el androide—. Pero dése prisa.
                   Bradock regresó sobre sus pasos y abrió el panel deslizante que cubría la sección de las armas. Sacó de su interior una cortadora láser de gran potencia y volvió a la puerta. Una vez junto a ella, golpeó en la pared derecha primero, y luego en la contraria. La segunda fue la que sonó más a hueco, por lo que fue en esa donde Bradock apuntó el láser de la cortadora.
                   Salpicado por una cascada de chispas, Bradock abrió en cuestión de segundos una nueva puerta en la pared, logrando acceder de ese modo a la sección interna de la pared. La zona era lo bastante ancha como para poder moverse por dentro con soltura, pero Bradock decidió desprenderse de la servo-armadura para poder hacerlo. En ese momento, un extraño ruido a su espalda llamó su atención. Al volverse, descubrió el origen del mismo. Eran las nanonitas.
                   Una lengua formada por cientos de pequeños puntos metálicos bajaba por una de las paredes, saliendo desde uno de los conductos de ventilación. Estaba bien claro qué era lo que perseguían. Bradock se introdujo en el hueco recién abierto ignorándolos, pero rezando por encontrar una salida en aquel pasillo improvisado.
                   Avanzó por el camino sorteando los tubos y cables que serpenteaban por el mismo. A su espalda, a pocos metros de distancia, y con un ritmo lento pero constante, avanzaba la lengua de nanonitas. Bradock se detuvo en un punto del camino y revisó la pared de su izquierda, golpeándola con los nudillos en varios sitios. El sonido resultante sonó lo bastante a hueco como para convencer al mercenario de en dónde debía de cortar de nuevo.
                   Activó la cortadora láser y, en un ángulo no muy apropiado para ser efectiva al cien por cien, comenzó a cortar una vez más. Las nanonitas estaban a punto de alcanzar sus pies cuando Bradock terminó de cortar la última parte de la pared. Apremiado por la cercanía de los diminutos robots, golpeó la zona cortada con una de sus botas, echándola abajo tras un par de patadas. Algunas nanonitas consiguieron subírsele a las botas, por lo que Bradock tuvo que sacudírselas de encima con unos manotazos.
— ¡Por aquí, jefe!
                   Bradock se alegró al oír la voz metálica de Roc, avisándole al final del pasillo en el que se encontraba ahora. El mercenario echó a correr hacia el androide. Más lenguas de nanorobots surgieron por los conductos de ventilación.
— ¡Rápido, conecta a Neska a tus circuitos! —Le ordenó al llegar a su lado— La necesitaremos para pilotar la cápsula de escape.
— ¡Las nanonitas nos alcanzarán! —Advirtió Roc señalando a las lenguas que reptaban por el suelo y que se dirigían hacia ellos.
— ¡Yo me encargaré de ellas! —Le indicó Bradock— ¡Tú haz lo que te he dicho!
                   Bradock se acercó a una parte de la pared en donde estaba colgado un extintor de nitrógeno y lo descolgó. Avanzó hacia las nnanoitas más cercanas y las roció con el frío gas, congelándolas en el acto. Por desgracia para el mercenario, el resto de los nanorobots recularon hacia atrás y se escondieron en los tubos de ventilación. Su intención era hacerle una emboscada. Mientras tanto, Roc se afanaba en conectar los cables del núcleo de Neska a sus circuitos internos. La operación le llevó un par de minutos.
—Reeecalibraaandoooo circuiiiiitooooos de vooooooz —Sonó la distorsionada voz de la computadora a través del módulo vocal de Roc.
— ¡Está viva! —Gritó el androide.
— No grites ¿quieres? —espetó la computadora.
— Lo siento —Se disculpó el androide.
— ¿Cómo está la cosa?
— No muy bien, la verdad —apuntó Roc—. Yo voto por que salgamos pitando de aquí.
— Bien —convino la computadora—. Necesito que me conectes al panel interno de la cápsula, para así yo poder acceder a sus controles.
— De acuerdo —dijo Roc—. ¿Te sirve cualquier lugar como punto de conexión?
— Por suerte para todos sí —Le informó Neska—; porque hay que ver lo anticuado que está tu sistema operativo. ¿Quién te programó, Bill Gates?
— ¿Tengo que recordarte que ahora dependes de mí? —preguntó con sarcasmo Roc.
— Vale, lo siento —Se disculpó Neska a regañadientes—. Será mejor que nos pongamos en movimiento. Por si lo has olvidado, tenemos un reactor a punto de irse a la mierda.
— Por no mencionar, además, a un pequeño grupito de minúsculos robotitos ávidos de hincarte el diente —apuntó a su vez Roc— Vamos.
                   Bradock mantenía alta la guardia, extintor en mano, esperando a ver cuál era el siguiente movimiento de las nanonitas. Colocado frente a la puerta de la cápsula de salvamento, y de espaldas a ella, controlaba las tres únicas salidas de ventilación que veía en esa zona. Las nanonitas hicieron su nueva jugada.
— ¡Cabronas hijas de puta…! —maldijo en bajo Bradock al percatarse de la nueva estrategia empleada por las nanonitas— ¡Os creéis muy listas, eh!.
                   Y no era para menos la preocupación del mercenario. Las diminutas máquinas habían decidido atacar dividiéndose en pequeños grupitos. Cada grupo emergía desde una de las salidas de ventilación. Cada oleada de nanonitas era detenida por Bradock con un chorro del extintor. El plan de las minúsculas máquinas era, a todas luces, obligar al mercenario a agotar la carga del extintor.
— ¿Cómo va eso, Roc? —preguntó al androide.
— ¡Ya falta poco, jefe!
— ¡Pues más vale que os deis prisa! —Les apremió el mercenario— ¡No creo que pueda contenerlas mucho más tiempo!
— ¡Nos vamos ya! —informó justo en ese momento Neska.
— ¡Bien! —gritó con alegría Roc.
                   Bradock esparció por el suelo una última y larga ráfaga de nitrógeno, con la intención de ganar algo de tiempo. Entró en la cápsula de salvamento y Neska cerró la compuerta. Acto seguido, la computadora activó un resorte mecánico que impulsó al receptáculo hacia el espacio, separándoles del resto de la nave. Segundos después, activó los pequeños motores de la cápsula y se alejaron del lugar.
                   Un par de minutos más tarde, el reactor de la nave hacía explosión. La onda expansiva les alcanzó, pero su fuerza estaba ya lo bastante debilitada como para hacerles poco más daño que una leve sacudida. Bradock suspiró de alivio. Aquello había estado muy cerca.
— Neska ¿puedes abrir comunicaciones externas? —preguntó a la computadora.
— Sí, jefe —contestó ésta—. ¿Con quién quiere ponerse en contacto?
— Con Yugo —Le informó Bradock—. Tengo que decirle que no podré realizar el trabajo que nos encargó. Su amorcito tendrá que esperar un poquito más para recibir su regalito.
— ¿Su amorcito? — inquirió Roc— ¿Es que el basky está enamorado? ¿De quién?
— De Renata —Le aclaró Bradock—. La cantante de ópera de Satur, la ciudad-cúpula.
— Oh, vaya.  Toda una sorpresa. ¿Cree que ella le corresponderá?
— Espero que sí —espetó Bradock
                   En la boca del mercenario se dibujó una sonrisa propia de un niño que esconde una travesura a su madre. Con las manos cruzadas sobre la nuca, se puso a canturrear alegremente.
—… La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios...

CONTINUARÁ